El Gato. Epilogo. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

 


Epílogo

 

Es fácil pasar por alto el elemento clave en el relato de mi vida. El capítulo anterior fue el último de la historia que deseaba contar; y puede parecer, porque no es fácil advertir lo contrario luego de tantas páginas, que yo me perdí en la caída hacia el infierno. Sin embargo, si esto es así ¿quién contó mi historia? Si no he sido yo misma, muchos años después de haber vivido todo lo narrado, luego de haber dejado muy atrás mi niñez, relatada en el primer capítulo, entonces ¿quién es ésta que les habla?

Ciertamente quise que lo adivinaran; deseé que se dieran cuenta de que el momento definitivo, delante del ángel, con la puerta al infierno bajo nosotras, no era el final de la protagonista de El gato. Es verdad que, como fue usual en este relato que les he revelado, al enfrentarme de manera tan directa con La lechuza fui más allá de mis propias fuerzas y, en apariencia, me condené por voluntad propia a sufrir en el infierno una eternidad de tormentos, todo con el objetivo de destruir a la odiosa bruja que materializaba la tribulación de mi mamá y de mi amiga María, y no sólo de ellas, sino de infinidad de almas humanas que fueron, según lo que les he contado, maldecidas por aquella terrible hechicera. Pero, de nuevo, persiste la pregunta; si Sofía desapareció de este mundo material en ese momento ¿quién es la que ha estado narrando esta historia?

El ángel intervino porque en verdad ese tendría que haber sido mi fin. Pero Dios, en su infinita sapiencia, decidió cambiar ese destino. En lugar de dejar que las dos, tanto La lechuza, como yo, nos consumiéramos por toda la eternidad en el lugar más horrible de la creación, Él decidió lo siguiente: que La lechuza hubiera de vivir a partir de ese momento sin sus dones para la magia negra, despojada de cualquier habilidad sobrenatural, para que tuviera que soportar la carga de una existencia corriente, sin recursos abundantes ni atajos, de manera que pagara por todo lo que hizo en vida al continuar su existencia sin su magia. Esto puede parecer poca cosa, pero Dios no retiró sus recuerdos; tendría que vivir sabiendo quién fue, que hizo lo que hizo, pero siendo simplemente Dolores Lizarralde, una humilde trabajadora más en un mundo en el que cada vez es más difícil ganarse el sustento siendo una persona anónima en medio de la marejada consumista que amenaza con desplazar todo lo demás.

A mí, por otro lado, me condenó a lo contrario; como, en todo caso, había recurrido a invocar ciertas fuerzas demoníacas para enviarnos a ambas al infierno, debía pagar por ese grave pecado, de manera que no se me concedió la oportunidad de elegir si me libraba de mis dones para la magia o no. Mi condena fue seguir adelante, tal y como había vivido hasta ahora, con todos los pecados cometidos hasta ese momento perdonados, para volver a empezar, a sabiendas de que todavía podría perseverar en la magia si así lo quisiera, pero también siendo libre de buscar mi redención definitiva, que tendría que buscar hasta que aparezca la oportunidad por segunda vez.

Por otro lado, mi madre sí fue redimida y María vivió la vida tranquila y alegre que se merecía. Quizás en otro tiempo narraré todas las aventuras, peripecias y contingencias que aún habría de afrontar, luego del encuentro con el ángel, y de haber disuelto la maldad de La lechuza. Sin embargo, ahora es el tiempo de descansar de estos recuerdos.


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