Agua. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
La tarde estaba
calladísima y el camino hacia la capital, polvoriento y ardiente, llevaba días
desierto. El sol, luego de haber estado toda la mañana oculto, había aparecido con
furia en lo alto y calcinaba las sierras y los campos con su fuego. En la
madrugada el hijo de uno de los arrieros, el más valiente, había salido con
ocho mulas hasta Tunja. Los animales habían partido cubiertos de tinajas
vacías; los vigías del pueblo, los únicos pobladores que no estaban en el
templo, aguardaban con sus corazones temblorosos a que el muchacho volviera.
Había sido él el
designado para partir porque era el hombre más fuerte del pueblo. Su padre,
aunque robusto y famoso por su espíritu aventurero, se había roto una pierna
hacía dos años, y desde entonces la vejez se apoderó de su ser. Los otros
arrieros del pueblo, aunque capaces, no tenían la fama del muchacho, que se
destacaba como su padre por su valor, arrojo e ingenio. No podría haber sido,
entonces, otro el que fuera a buscar el agua.
La sierra
alrededor del pueblo era de piedra colorida, impenetrable y árida. Sus faldas
eran arenosas y la vegetación escasa. El río que bajaba desde las alturas
coronadas por el pico nevado se había secado hacía más de un mes. Nadie
esperaba una sequía como esa.
Ya no quedaba agua
para ninguna labor, ni cotidiana ni sagrada. La gente vivía de la carne seca,
de las harinas y panes estériles, de las raíces y de los huesos. El día
anterior, jueves, la última tinaja con agua que había en el templo fue usada
para el Lavatorio de pies.
Justo a la hora de
la muerte de Jesús, pasada la media tarde, el cielo volvió a cerrarse y a
oscurecerse. Los vigías fueron al templo, con la esperanza de que estuviera a
punto de llover, e informaron al sacerdote y a los miembros del cabildo. Los
vigías fueron devueltos a sus puestos y el corregidor se asomó; el cielo, negro
y tempestuoso, arrojaba una ventisca reseca que relamía las calles
polvorientas, alzando nubes de arena fina.
La gente en el
interior del templo, aterida por el hambre, forzada a ayunar mucho más de lo
que hubiesen querido, rezaba sin descanso, rogando por una gota de lluvia. El
templo estaba a oscuras, pues hasta las velas y los cirios debían racionarse.
La tarde pareció convertirse en una noche negra, y el corazón de las mujeres y
hombres del pueblo se encogía conforme el sol se alejaba. Si llegaba la noche
plena, el muchacho ya no vendría y la celebración de La Pasión no podría
llevarse a cabo.
El sacerdote iba y
venía desde el altar a las puertas y de las puertas al altar. En su pecho su
voz, arrinconada, se apretaba contra sus costillas, deseando no salir. Pero la
noche ya estaba extendiéndose desde los picos de la cordillera, y no tenía caso
alargar el suplicio de la gente del pueblo. Había que aceptar que no podrían
celebrar La Pasión como era debido. Y como no podía celebrarse en debida forma,
era mejor no hacerlo en lo absoluto.
El sacerdote, ya
sin esperanza, demoraba el momento. Entonces llenó su pecho de aire, recogiendo
de éste el aroma de los cuerpos cansados y sudorosos de todos los fieles
reunidos allí, y cuando se disponía a enviar a los pobladores de vuelta a sus
casas, uno de los vigías volvió a irrumpir en el templo. El alcalde lo recibió
y luego éste corrió hasta el altar; el joven arriero acababa de doblar bajo la
peña del pinar, y estaba próximo a alcanzar el pueblo.
El cabildo en
pleno, el piquete de soldados que les restaban y algunos pobladores escogidos
salieron a recibirlo. El muchacho venía en silencio, pálido, al frente de la
columna. No desmontó cuando entró a la plaza. Las tinajas fueron repartidas a
todas las dependencias que las requerían. Cuatro fueron llevadas al templo.
Cuando todos se disponían a entrar de nuevo en la iglesia, para dar inicio al
rito que celebraría la Pasión de Jesús, el muchacho cayó de su montura,
estrellando su cabeza contra el suelo arenoso. Su sangre se mezcló con el polvo
y no volvió a pararse. Con el último aliento dijo; estas aguas que he traído, y
de las que no he bebido ni una gota, sean, sobre todo, ofrendadas a nuestro
señor.
El agua que había
logrado llevar de regreso a su tierra era una extensión de su vida. Él había
entregado, como nuestro Señor, su propia existencia, en una ofrenda bendita,
para que otros vivieran. Su funeral quedó dolorosamente inscrito en la memoria
de los pobladores y se decidió que, una vez se obtuviera el permiso, el
muchacho sería enterrado en un nuevo cementerio que llevara su nombre,
emplazado en lo alto del pueblo, para honrarlo debidamente.
Cuando el
sacerdote consagró el emplazamiento del nuevo campo santo, el cuerpo del
muchacho fue exhumado y sus restos fueron conducidos al lugar elegido; una
semana después de estar enterrado, sobre su tumba y en los alrededores,
retoñaron flores blancas y, cuando comenzaron los trabajos para adecuar el
lugar, de manera que se pudiera enterrar allí a otros pobladores fallecidos, se
halló bajo el suelo, a un costado de la tumba del arriero, una cueva. Luego,
cuando dos hombres bajaron al lecho de la cueva, para sorpresa y devoción de
los pobladores, fue hallada una corriente subterránea de agua. Desde entonces
la corriente fue liberada del subsuelo, sus aguas manaron a la superficie desde
la base de la tumba del joven arriero y se decidió que, en lugar de darle su
nombre al cementerio, se lo dieran a la nueva quebrada.
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