El iluminado. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)




Su padre, en sus ratos libres —usualmente en las noches, luego de la jornada—, manufacturaba imágenes religiosas iluminadas con bombillos eléctricos. Él lo veía tender, con celo y cuidado religioso, los cables dentro de los marcos, para que permanecieran ocultos, y luego lo miraba labrar los diminutos orificios en el aluminio y la madera para que el brillo se colara dosificado; el ejercicio final consistía en ensayar distintos tamaños de bombillos —todos diminutos—, hasta distribuir su luz, de tal forma que al encenderlos el efecto fuera tan impresionante como inesperado.

Cuando las imágenes de las vírgenes, del sagrado corazón de Jesús, de los santos o del Cristo en la Pasión se encendían, algo en el interior de su espíritu se iluminaba también. Era el deseo vivo de embellecer lo que ya era hermoso. Su fervor religioso se inundaba de un amor puro y él sentía que todo estaba más claro, más vivo, cuando aquel sentimiento lo colmaba, mientras juntaba sus manos y contemplaba las resplandecientes imágenes.

Su madre se encargaba de contarle la historia de cada virgen y santo. Mientras su padre introducía los artilugios eléctricos que producirían el milagro de la iluminación interior, ella le hablaba de la historia de los otros, la gente sagrada, que vivió en tiempos remotos y turbulentos, cuando profesar una fe serena y amorosa, pacífica, era un peligro constante y visceral. Y la cadencia de la voz de su madre, sus variaciones de tono y de volumen, también iluminaban su joven imaginación; y se prendía de su lengua el vivo anhelo de decir, para con ese decir contar y con el contar inaugurar un mundo nuevo, uno que estuviera lleno de luz y de belleza, como en los relatos y las imágenes iluminadas de las personas santas.

Todos los jueves y los viernes, en las noches, sacaban las imágenes frente a la casa y las encendían. La gente paraba sobre todo a orar; la fachada, transformada en altar ilustrado, atraía el fervor de los creyentes. Pero de vez en cuando algún feligrés tenía el dinero y compraba una de las imágenes, que no eran baratas, pues su padre usaba los mejores insumos para ensamblarlas.

Esto siguió sucediendo incluso después de que se fuera de la casa de sus mayores. Luego, cuando regresaba de visita a charlar con sus padres, lo hacía sobre todo en las noches de viernes. La misma dicha inocente y bendita que se le prendía del corazón, siendo un niño, volvía a colmarle el alma cuando, desde la esquina, veía los cuadritos de luz colorida y armónica desplegados sobre las paredes blancas.

De su padre tomó el oficio de técnico y los trucos para dominar la electricidad. De su madre tomó el amor por el saber. Cuando se fue a vivir solo, casi todos los días visitaba las casas de sus clientes, sobre todo gente mayor, en ocasiones antiguos vecinos o familiares. En algunas salas y comedores encontraba imágenes religiosas. Y sólo unas pocas veces al año se topaba con imágenes iluminadas con redes eléctricas. Pero siempre que veía el rostro de las personas santas se acordaba de su niñez y de su devoción inocente.

No tuvo hijos y tal vez por eso no manufacturó, como su padre, imágenes electrificadas luego de la jornada. En lugar de eso se consagró como el electricista de las catedrales. Empezó con la parroquia de su barrio y, luego de intervenir varios templos, llegó a trabajar en la catedral de la arquidiócesis. Adquirió fama y acabó invitado a iluminar los mayores templos de la ciudad.

Para él la diferencia era sólo de escala. En los templos iluminados por su técnica laboriosa contemplaba, casi siempre sereno, a veces nostálgico, el reflejo del amor religioso de sus padres y sus obras.

Siempre que concurría a las misas en los templos que había colmado con sus luces sigilosas, lo hacía de incógnito. Sus arreglos luminosos, que a veces incluían sencillos mecanismos robotizados, acompañaban y enaltecían la eucaristía, de manera que la experiencia de los feligreses se intensificara. El gozo secreto que esto le producía le ayudaba a sobrellevar su soledad, una soledad abnegada que él mismo buscaba, sobre todo después de que fallecieran sus padres pues, luego de su partida, decidió consagrar su vida y su oficio a Dios.

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