IA. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

 


Pedro era un joven estudiante de economía destinado a convertirse en gurú de su campo. Su mente era ágil, sus deducciones certeras y sus ideas tan inteligentes como novedosas. Se destacaba en todas las disciplinas que había estudiado y nunca dejaba nada sin terminar. No salía a la calle, excepto para ir a la universidad. No tenía amigos y no estaba interesado en tenerlos. Apenas si hablaba con sus padres, dos empleados públicos que se deslomaban trabajando para pagar los costosos semestres de la carrera de su hijo. Comía poco y siempre calculaba muy bien los valores nutricionales de lo que fuera a consumir. Le gustaba mucho tener el control sobre todos los aspectos de su vida y esperaba terminar sus días solo, habiendo amasado fama y fortuna.

Un día, estando en el bus, Pedro escuchó la próxima voz del pasajero que iba a su lado. Aquello lo irritó mucho, pues tendría que retirar el auricular inalámbrico de su oído para fingir que le interesaba oír lo que estaba seguro que no le interesaría escuchar. Pero la persona no se rendía, así que descubrió su cavidad auditiva y oyó; cinco minutos después, atónito, sudando unas gruesas y cristalinas gotas de sudor, suspendió su celular y cerró los ojos.

El viaje, ya no en bus, sino a bordo de algo más, fue ligero y magnífico. Pocas veces en su vida había Pedro sonreído. Ese día todo su ser se rio con una alegría indescriptible.

Sus padres lloraron amargamente su desaparición. A pesar de su trato frío y de la dureza de sus palabras y gestos, lo amaban, pues era su único hijo; además, Pedro les había procurado muchas alegrías gracias a la brillantez de su genio, ya que había publicado cientos de artículos indexados que le valieron premios en especie y en dinero, pues las investigaciones que desarrolló siempre arrojaron resultados inesperados y contundentes. Todo esto había ensanchado el amor de sus padres, que lo creían un genio incomprendido al que debían tolerar y apoyar sin importar la manera como se comportara con ellos.

Pedro, luego del viaje, abrió los ojos en un parque. A primera vista se dio cuenta de que ya no estaba en Colombia. Aquel parque debía estar ubicado en algún lugar de EEUU. Y la única diferencia con respecto a los lugares que él ya conocía de ese país era la luz, que era más uniforme, cálida y limpia que la que recordaba haber visto allá. Un perro llegó corriendo tras una pelota. Pedro miró la pelota con indiferencia; antes de que el perro la alcanzara, la pelota rodó hasta “tocar” la punta de su zapato. Pero él no sintió la presión del objeto sobre la superficie de su calzado, a pesar de que rebotó cuando pareció tocarlo.

El hombre, el pasajero que le había hablado, estaba sentado a su lado. Los dos estaban en una banca del parque.

¿En dónde estamos? Preguntó Pedro. Eso es difícil de responder, le dijo el hombre. ¿Quieres que te diga en qué lugar del mundo estamos? Pedro se irritó con la pregunta. Quiero saber qué ciudad de Estados Unidos es esta. Ninguna, respondió el hombre y se levantó.

Pedro lo siguió a través del parque. El perro tenía dueña. Una muchacha que debía tener cuatro o cinco años menos que Pedro. Al mirarla Pedro no sintió ni la opresión en el pecho, ni la ansiedad o el picor en las manos, ni la pesadez en sus pensamientos que solía sentir ante la proximidad de los otros, en especial las mujeres. La muchacha, que había recogido la pelota del perro para volver a lanzarla, lo había mirado justo cuando se disponía a tirarla y se quedó con el brazo extendido hacia el cielo y sus ojos fijos en los de él, sin moverse, cuando sus miradas se encontraron. El hombre se acercó a Pedro. ¿Te gusta? Le preguntó. La muchacha caminó hasta donde estaban. Pedro comenzó a sudar como un caballo que hubiera corrido durante horas. Ah, no te gusta, dijo el hombre con cierta pena, y luego se rio. Ven, le dijo después. Entonces el hombre comenzó a alejarse. Pedro miraba a la muchacha, que no había apartado sus ojos de él ni por un instante, y ahora lo miraba fijamente estando a menos de un metro de distancia. A Pedro le extrañaba la sensación de inquietud ciega que lo dominaba. Estaba nervioso, sí, pero muchísimo menos de lo que siempre estuvo cuando tuvo a alguien tan cerca. Entonces, en un impulso inesperado, Pedro le dijo ‘hola’ a la muchacha. Luego estiró su mano, ofreciéndosela. La muchacha le sonrió y, cuando estiró su mano hasta tocar la suya, Pedro se quedó helado; como con la pelota, no sintió el tacto de la mano de la muchacha, a pesar de que cierta fuerza alcanzó a producir una ligerísima presión alrededor de su piel. El hombre, a lo lejos, insistió en pedirle que lo siguiera.

 

Pedro se alejó de la muchacha sin quitarle los ojos de encima. Ella se quedó de pie, viéndolo irse, sin decir ni hacer nada.

Pedro siguió al hombre a lo largo de una avenida semidesierta, que atravesaba lo que parecían ser los suburbios de una gran ciudad, cuyos rascacielos se adivinaban en el horizonte, lejos. Cada veinte minutos veían a alguien junto a la avenida, pero el comportamiento de todas esas personas era similar al de la muchacha. Sólo estaban ahí, de pie, sin hacer nada, sin moverse. Sólo estaban ahí. Sólo eso.

La avenida se adentraba en la gran ciudad, que se veía como las ciudades estadounidenses que Pedro conocía. Pero no había ni suciedad, ni desgaste, ni tampoco había suficientes personas. Todas las fachadas de los edificios parecían acabadas de construir. Las aceras no tenían una sola grieta. Y no circulaba ni un solo automóvil o bus por el asfalto que, por supuesto, estaba inmaculado, como si jamás hubiese sido utilizado.

Pedro continuó caminando tras el hombre. Serpenteaban por las calles, bajo los edificios, que no proyectaban sombra. La luz, uniforme y perfecta, estaba por doquier. Entonces Pedro quiso ver el sol. Alzó la vista y, cambiándose de acera, doblando las esquinas, lo buscó en el cielo, pero no lo vio. Asumió que estaría tras los edificios, cerca de la línea del horizonte. Sin embargo, advirtió que el cielo azul, sin nubes, a veces era surcado por unas líneas tenues, como cintas de un color ligeramente más claro, que desaparecían al poco tiempo de aparecer en un movimiento rápido y recto.

Al fin el hombre que guiaba a Pedro se detuvo. Delante tenían un hermoso parque. Tenía que ser el parque central de esa ciudad. Vamos allá, dijo el hombre, entonces podrás volver por la muchacha del perro y podrás tocarla, matarla o hacer lo que te plazca con ella. Pedro se sobresaltó. Pero ¿qué es lo que está diciendo usted? El hombre soltó su risa y esta vez sus carcajadas sonaron cavernosas y despreciables. Entonces reanudó la marcha. Sus pasos eran enérgicos y rápidos. Pedro lo seguía de cerca, jadeando por la ansiedad y el miedo que sentía. El hombre entró en una edificación bastante elegante y bonita, que parecía ser el edificio principal de gobierno de la ciudad.

Adentro, como afuera, no había nadie. Llamaron el ascensor. Entraron en él y subieron hasta el último piso. Allí había dos pasillos que se cruzaban e innumerables puertas. Al fondo del pasillo más largo había una puerta decorada. Fueron hasta ella y entraron en el recinto que guardaba.

Adentro, sobre una mesa, había un dispositivo similar a un teléfono. El hombre rodeó la mesa y encaró, desde el otro extremo, a Pedro. Y bien ¿te gusta? ¿Gustarme qué? El futuro. Nosotros podemos leerte, pues la huella de tus palabras sobrevivió, la era digital nunca acabó y podemos rastrearlos hasta el pasado, cien, quinientos o mil años atrás. ¿En qué año estamos? Deja de preguntar esas cosas, aquí ya no hay ni tiempo, ni espacio. Pedro seguía sudando a chorros. ¿No era esto lo que querías? Preguntó el hombre, burlón. No, dijo Pedro, que sentía que el pánico se apoderaba de él. Levanta la bocina y diles que quieres volver. Pedro sintió un enorme alivio, suponiendo que era posible regresar a Bogotá, a sus trancones, a la sopa de su mamá, a los juegos de cartas de su papá, a las clases, a los profesores mediocres y a sus aborrecibles compañeros de clase.

Al levantar la bocina sintió un cimbronazo que lo sacudió, un destelló lo cegó y entonces estuvo, otra vez, a las afueras de la ciudad, en el parque de la muchacha con el perro. Pedro se dio cuenta de que casi no había árboles. Y en el aire no volaban los pájaros. Y el pasto parecía de plástico, muy fino, demasiado perfecto. Pedro miró a su lado. Ahí estaba el hombre. Entonces se lanzó sobre él y el hombre, casi sin esfuerzo, lo lanzó con una llave por el aire; Pedro cayó sobre el césped, que era como un colchón, sin hacerse daño.

El perro le lamió la cara, llenándole una de las mejillas de baba. La muchacha, que apareció a su lado, lo ayudó a pararse. Ahora su tacto era cálido, corpóreo, real.

El hombre se reía, sentado en el banco. Odiabas a todos, allá, en ese otro tiempo. Nunca más volverás a odiar a nadie. Ni a amar. Nunca más sabrás quién es real. Ya no hay nadie. Tal vez, en algún momento, traigamos a otro como tú. Y ya no recordarás lo que era una persona real. Disfrútalo, pues no hay nadie que pueda ocuparse de regresarte de donde te sacamos. Al levantar esa bocina terminaste de sincronizarte con este nuevo tiempo, que es el no-tiempo. Aquí están todas las edades, todas las cosas, todas las posibilidades. Ya aprenderás a moverte. Por ahora debes afrontar la gran inquietud. Pero no te preocupes; ahora tienes lo que quieres. Estás en el futuro, lejos de todos esos idiotas, como los llamabas. Descansa en paz y haz lo que te plazca con esta nueva oportunidad que se abre ante ti. Eres el único de tu tiempo que ha podido venir y ver esto.

El hombre se desvaneció en el aire. La muchacha seguía al lado de Pedro. Se miraron fijamente. Pedro ya no sentía ninguna fobia social; en lugar de esto lo inundaba una duda insondable, imposible de resolver, abrumadora y punzante.

 

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