La sopa bendita. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

 


La línea de la frontera, como cualquier línea imaginaria y divisoria, estaba delante de nosotros sin que pudiéramos verla. Muy en el fondo de nuestro ser sentíamos que ya nos habíamos ido de nuestra tierra, que no era otra que nuestro barrio, sus calles aledañas y, si acaso, una porción de la que fuera nuestra ciudad. Esa tierra nuestra tenía unos límites claros en nuestra imaginación y en nuestros afectos, unos que no se correspondían con ninguna raya en ningún mapa. Por eso la idea de cruzar la frontera no era tan trascendental para nosotros como para los otros viajeros.

Conforme nos acercábamos a las barreras y los puestos de control veíamos que la gente se persignaba, hacía promesas, lloraba y se desesperaba. Nosotros los mirábamos con asombro, pero también con indiferencia; cuando nos llegó el turno de pasar nos fuimos comentándolo en voz alta, ¡miren! Ya no estoy en Venezuela, pero sigo siendo el mismo, ¡cruzamos la raya! Pero el paisaje no cambia, ¡estamos en Colombia! Pero esto se parece a cualquier sitio. Un viejo hombre que solía trabajar en una finca nos oyó hablar y se nos acercó. La gente le tiene respeto a la frontera no porque sea una raya imaginaria, sino porque de aquí para adelante el clima comienza a cambiar. Tú puedes ser muy fuerte, ágil y resistente. Pero si la altura y el frío te agarran de mala forma arriba, en la cordillera, de nada te va a servir sentirte el más arrecho. El hombre nos hablaba con franqueza, convencido de sus palabras, pues ya había cruzado una vez por Cúcuta. Él era de los más fuertes en la fila y nos seguía el paso sin problemas.

A los dos días de haber salido de Cúcuta comenzamos a remontar las primeras colinas. El ascenso, a pesar de ser suave en ese tramo, comenzó pronto a causar estragos entre los caminantes, sobre todo los mayores y los más jóvenes. Allá arriba, comenzó a decirnos el viejo al ver a un hombre desmayado junto al camino, cuando los árboles, la humedad y el calor queden atrás y nos adentremos en la cordillera, el camino se pone agreste; para llegar a Bucaramanga tenemos que atravesar un páramo y el frío ahí es mortal, tanto así que, en las noches, cuando todo el mundo se ve obligado a dormir, se mueren familias enteras en silencio, no sólo de frío, sino sobre todo de hambre. El viejo se persignó en ese momento. Cruzar hasta Bucaramanga es una apuesta arriesgada y difícil, a veces la gente reúne, de moneda en moneda, lo suficiente para unos pasajes o un aventón, pero los conductores de los camiones son desconfiados y rara vez paran, y desde Cúcuta no salen tantos buses para Bucaramanga, las oportunidades de rogar una recogida, al menos por un trayecto breve, son muy escasas. Por eso la gente sube asustada. Todos saben lo que nos espera.

Nosotros habíamos salido un martes y en menos de quince días habíamos cruzado la frontera hacia el interior de Colombia. Antes de irnos nos calamos las botas, no fuera que nos muriéramos sin tenerlas puestas. Éramos tres muchachos a los que les gustaba el rock, sobre todo el punk, la buena cerveza y el fútbol; los tres trabajábamos como obreros en San Cristóbal, nuestra ciudad natal, y estábamos habituados a vivir la vida corriendo riesgos, buscando emociones fuertes. Entre todos, con ayuda de nuestras familias, reunimos un dinero con el cual financiar nuestro viaje hasta Bogotá. Creíamos que en la capital de Colombia encontraríamos la manera de ganarnos un mejor salario y, además, sabíamos que desde esa ciudad se podían tomar otros rumbos, hacia el sur o el norte, por lo que nos aventuramos a ir hasta allá para probar nuestra suerte. En principio habíamos considerado tomar un bus desde Cúcuta, pero los pasajes estaban muy caros y queríamos guardar dinero para sobrevivir en la capital colombiana. Por eso, al final, terminamos caminando junto a cientos de personas a las que no conocíamos, pero con quienes comenzábamos a compartirlo todo; un poco de pan, un pedacito de jabón, el último rezago de crema dental, una fogata al lado de la carretera. El viejo no se nos despegaba y luego de una semana de trayecto, trepando la cordillera, lo sentimos como uno más de nuestro combo.

El paisaje iba cambiando conforme ascendíamos. Los helechos, las palmas y los árboles frondosos fueron dando paso a bosques menos tupidos o intrincados. Las flores se hicieron más modestas. Y ya no se veían los matorrales altos y húmedos, en medio de los cuales corrieran quebradas o riachuelos, por lo que las fuentes de agua escaseaban cada vez más. Luego de dos semanas de camino el paisaje y su vegetación recordaban a un desierto helado; pastizales amarillentos, resecos, en los que incluso los árboles escaseaban, alternados con parcelas enormes de papa o de otras plantas adustas, capaces de sobrevivir en esos parajes inclementes, en donde el viento soplaba más fuerte y el frío mordía con más fuerza.

La primera noche que pasamos cerca del páramo fue terrible. Pero no se podía comparar con lo que sufrimos la noche siguiente, cuando nos adentramos en la planicie bordeada de colinas peladas. Debíamos alcanzar un pequeño pueblo, llamado Berlín, que se encontraba en algún punto en medio de aquel paraje helado e inhóspito, encumbrado sobre la cordillera. En ese pueblo era posible reponer fuerzas, conseguir víveres y descansar a resguardo. Pero el camino antes de alcanzar el pueblo se hacía imposible, por el sol achicharrador, el viento congelante y porque el aire allá no da el mismo sustento. Poco a poco la gente, conforme se acercaba el anochecer, al no tener cómo protegerse del ventarrón helado e incesante, se fue juntando en pequeños campamentos a la vera del camino, a la espera de encontrar alguna ayuda de los camioneros, o para continuar caminando cuando hiciera menos frío. El viejo y nosotros decidimos avanzar tanto como nos fuera posible; conforme remontamos las colinas peladas veíamos detrás de nosotros los campamentos, con sus luces diminutas, bordeando las curvas de la carretera.

La noche se cerró sobre nuestras cabezas. Cerca de la medianoche llegó nuestro turno para buscar cobijo, pero como no lo planeamos bien, tuvimos que seguir caminando, más allá de lo que nuestras fuerzas podían soportar, tratando de hallar al menos una tapia a medio hacer, un par de troncos o cualquier hendidura en el terreno que nos permitiera ocultarnos un poco del viento helado que barría los pastizales y la carretera. Tuvimos que ponernos casi toda la ropa que traíamos encima, pero ni así lográbamos calentarnos. Uno de mis amigos se puso muy mal y llegamos a creer que ese sería nuestro fin. El viejo, con resignación, nos dijo que lo mejor era tender algunos trapos en el suelo y acomodarnos lo más juntos que pudiéramos, de otra forma nos mataría la hipotermia. Y algo dentro de mí me decía que, hiciéramos lo que hiciéramos, nuestro amigo se nos iban a morir. Nos sentamos, exhaustos, para pensar por un momento en lo que habríamos de hacer. Sin embargo, nadie se animó a hablar una vez nos tumbamos; sólo tiritábamos y nos mirábamos los unos a los otros, confundidos y agobiados.

En silencio comencé a recordar a mi familia y sentí que mi corazón se quebraba. Me dolía pensar en la manera como los golpearía la noticia. Los tres muchachos muertos en medio de la travesía. Era algo demasiado injusto.

Gustavo, que era como se llamaba nuestro compañero caído, se desmayó y nosotros comenzamos a tratar de calentarlo, frotándole los brazos y las piernas, cubriéndole el tronco y la cabeza con toda la ropa que pudimos. El viejo, entretanto, se puso a rezar, y sus oraciones parecían una despedida.

Cuando abandonamos toda esperanza, tumbados sobre el pasto reseco, sintiendo que la noche misma nos calaba el espíritu con su frialdad, una muchacha muy joven apareció, cargando una enorme olla, desde la carretera. ¿Tienen hambre y frío? Nos preguntó, y nosotros le dijimos que sí. Ella, sin mediar palabra, se nos acercó, arrastrando su olla grande de aluminio, y cuando la puso en el suelo la destapó. Desde el interior del recipiente se levantó un vapor suculento y ardiente; la muchacha introdujo una taza dentro de la olla y nosotros, tazada a tazada, nos recuperamos gracias a la sopa que nos brindó la muchacha. Luego, con mucho cuidado, conseguimos que Gustavo probara un poco de la sopa y esto lo reanimó. La muchacha, una vez terminamos de comer, nos preguntó si carretera abajo había más gente hambrienta y con frío. Mucha, le dijimos, están todos regados en campamentos de aquí para abajo.

La muchacha levantó la olla y comenzó a caminar, con esfuerzo, tratando de llevar su sopa bendita al resto de los caminantes. Nosotros la seguimos, pues Gustavo se recuperó del todo gracias a la sopa, y cuando la alcanzamos la ayudamos a cargar la olla. El viejo nos dijo que aquello era un milagro. Nosotros no le creímos en seguida, pero, conforme fuimos caminando junto a la muchacha, repartiéndoles sopa a todos los caminantes, oyendo las expresiones de agradecimiento que nuestra gente le dedicaba, pues no escatimaban bendiciones y palabras bellas para la muchacha, viendo que la sopa no se enfriaba, ni se agotaba, pasamos del escepticismo a la más sincera fe. El alimento que ella nos había traído, en medio de la noche, el frío y la soledad, bastó para salvar a más de cien personas.

 

 

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