Un corazón generoso. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
Quizás si hubiese habido tiempo para despedirse
habría sido todo más doloroso. O tal vez no, puesto que lo más duro de todos
esos días había sido la sensación de no poder expresar con todo su ser lo que
se agitaba en su espíritu. Pero las manos invisibles que nos habían conducido
al encierro, la soledad y el silencio se habían ido, sutiles e inmateriales, sin
ofrecer una disculpa y sin que hubiesen sido señaladas por nadie. El virus se
había llevado a muchas personas buenas. Ella había sufrido la desaparición de
su madre. No hubo unas palabras finales. Su despedida sólo pudo ocurrir en
sueños. Y luego, cuando todo volvió a ser normal, ella quiso honrar su memoria
de la mejor manera posible.
Su madre había sido una mujer acaudalada y justa.
Murió encerrada en su gran habitación, rodeada de sus recuerdos y de su perro
fiel. El perro, ahora, vivía con ella. Y muchos de los cuadros y fotografías en
gran formato que estuvieron colgados en el dormitorio de su madre ahora
adornaban el suyo. Todo su mundo se había reducido a un pequeño terruño
delimitado por las figuras de sus amores. Ella sabía que sólo el amor podía
salvarla. Por eso se aferraba a la memoria de su madre a través de las imágenes
que ella más quiso. Uno de los cuadros mostraba un inmenso paisaje. Ese lugar
era la finca a la que fueron casi todos los domingos de su niñez. Allá había
estado con todos, y cuando miraba el cuadro era como si volviera a estar allí,
con ellos, cantando la dicha de su existir. Su madre y su padre, sus abuelos,
primos y tías se habían ido lejos de esta tierra o de este mundo.
En una de las fotos se alcanzaba a ver una
gigantesca cena que su madre y sus tías cocinaron una vez. Fue para el
cumpleaños de su abuelo. La cena era tan grande que habían invitado a los
vecinos de la vereda. Todos comieron hasta saciarse y luego bebieron y cantaron
junto a la chimenea. Era uno de los recuerdos más hermosos que atesoraba en su
apartamento.
Ahora le gustaba salir muy tarde en la noche,
cuando no había nadie. Así podía soltar al perro de su madre, para que corriera
en medio de los árboles y los jardines. La alegría de su lengua asomada en una
sonrisa veloz, mientras se deslizaba entre las plantas, la hacía sentirla
cerca. Podía oírla decir, con suma satisfacción, que ella amaba mucho a su
animal fiel. Y ella le contestaba, siempre, que su amor no moriría jamás.
La generosidad de su madre —y de su familia—
era su rasgo característico. Su generosidad emanaba de su amor por la vida y
por lo humano. Eran felices compartiendo sus dones. Por supuesto, sabían
cuidarse de la ingratitud de quienes no tienen cómo recibir la generosidad de
los demás, pues esos —que son como un árbol sin raíz, decrépito, que devora
todo lo que está a su alcance— eran los primeros en adueñarse del medio para
producir su sustento, anegándolo. Por eso preferían construir junto a los
otros. No regalaban nada, todo lo entregaban mediando un compromiso. De esa
forma construyeron lazos muy profundos con la gente de la ciudad. Todos sabían
lo que su familia había hecho por los otros.
Su generosidad no los libró de la maldad ajena.
Ellos no fueron personas desprovistas de dolorosas cicatrices; muchas veces el
amor de su madre, como el de sus familiares, había sido traicionado. Los empleados
de las tres fábricas que su madre había levantado, muchas veces personas rotas
y confundidas, incapaces de comprender un gesto amable, la habían robado o
engañado y esto, que sucedió tantas veces que ella perdió la cuenta, no la
condujo ni a la violencia ni al desprecio de sus semejantes. Nunca quiso un
castigo para nadie. Para ella no había más “castigo” que el destierro. Despedía
a los empleados deshonestos en la noche, en alguna de las puertas aledañas; los
miraba a los ojos, les decía todo lo que habían hecho y, antes de que pudieran
darle explicaciones o alegar algo, cerraba las puertas y eso era todo.
Ella, para honrar la memoria de sus amados —en
especial la de su madre—, abrió una enorme tienda de regalos. El concepto de su
tienda era muy simple; pagarías lo que valiera el amor que sentías por la
persona a la que ibas a regalarle lo comprado. Calcular eso era imposible,
claro, y al principio la gente acudía para pagar una miseria por productos costosos.
Como ella había heredado de su madre una fortuna inagotable, pudo darse el lujo
de asumir las perdidas. Los compradores firmaban en un gran libro lo que
costaba el amor que sentían por sus amados, de manera que pronto hubo una larga
lista en la que se registraba el valor del amor de infinidad de personas. Y la
triste noticia con la que se encontró al principio fue que, al parecer, valía
bien poco.
Ella confiaba en su plan; había previsto que
sucediera eso mismo. Mes a mes la tendencia fue cambiando; la gente iba a la
tienda y examinaba el libro, hallaban el nombre de sus amados y descubrían la
amarga verdad. El amor de sus amores valía poco. Entonces, ya fuera por
vergüenza, ya fuera por haber escarmentado genuinamente, ya fuera porque
decidían cambiar la forma en la que expresaban su amor, los clientes de la
tienda comenzaron a pagar montos más razonables y, luego, con el tiempo,
empezaron incluso a pagar más de lo que costaban los productos, para expresar
con ese derroche la magnitud de su amor. La tienda prosperó y con ella
sobrevivió la memoria que quería evocar y contener. Esa generosidad era la mejor
forma de mantener viva la llama de sus recuerdos.
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