Algunas noches claras. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
Algunas de sus noches eran demasiado claras; de
una claridad prístina, hiriente, cegadora. Los pensamientos eran para ella como
agujas de luz. Su cabeza, al reposar en la almohada, recibía sus punzadas;
ella, mirándose desde su imaginación, se veía a sí misma ceñida por una corona
de brillo. Toda esa luz asfixiaba la niebla de sus sueños, hasta secarla. En la
aridez luminosa de su mente no podía haber descanso.
Por eso buscaba, en esos días, a todas horas,
prácticamente cada cinco minutos, y de manera muy astuta y disimulada,
recostarse contra cualquier rincón, mostrador o borde o esquina de cualquier
mesa. Y si el rincón estaba en sombras, mejor. Arriba de la caja los ojillos de
lince estaban siempre vigilantes, pero no podían seguirle el paso.
Ella sabía esto muy bien, porque había sido
ella misma quien ideó la forma de distraer su eterna vigilancia. A la cajera la
figura del muchacho nuevo la tentaba más que los dulces de anís, que se comía a
manotadas; por eso ella se escurría tras él cada vez que necesitaba un respiro.
Así los ojos de la cajera se quedaban prendidos
de la silueta de las nalgas del muchacho, que tenía que usar un pantalón muy
apretado, de una talla pequeña, que ella misma dejó plantado en el cuarto de
limpieza, luego de esconder el grande.
Pasaba las jornadas así; atendía a dos o tres
clientes con suma celeridad y corría tras el muchacho, para luego esconderse.
Luego, salía del escondite y continuaba con otros dos o tres clientes. La
cajera sólo la veía trabajar.
Cuando estaba oculta, quieta, miraba hacia la
calle; si la luz era blanquecina, quería decir que no había llegado todavía el mediodía.
Esa luz blanca amenazaba con saturarla de fulgor, y el brillo la llenaba de
ideas.
Ella sabía que era el exceso de luz. Todo el
día un chorro de sol entrando. El brillo encandelillaba sus ojos y su mente. Y
con el brillo adentro no podía detener la cascada de sus ideas.
Los pensamientos la enredaban y la herían. La
agujereaban, resplandecientes, hasta agotarla. Le impedían concentrarse o
descansar. La desesperaban.
Ella intentaba precipitarse hacia lo tangible, para
verter su conciencia a través de tus dedos.
Todo el día se esforzaba por darle vuelta al
brillo. Quería sacarlo de sí, usarlo a su favor, convertir sus ideas en ímpetu,
en deseo de trabajar y de resolver tareas.
Pero sólo hasta que el sol menguaba lograba
serenarse. El declive del sol de la tarde, y su luz menguada, la hacían pensar
en el final de la jornada. En la noche que la aguardaba. En el sueño.
Nunca pudo darle vuelta al brillo. Siempre que
vino ese sol insistente, inclemente y cegador, su mente se salió de control. Entonces
debía volver a recurrir a los trucos para distraer a la cajera. Sólo así
conseguía funcionar en la panadería.
En esas épocas de sol amaba la noche, así no
durmiera bien. Pensaba en la luna y las estrellas todo el día. Las imaginaba en
el cielo. Sin embargo, cuando contemplaba la cascada solar regándose a lo largo
de la calle, reparando en las sombras cortadas con el filo del calor, incluso
la noche se tornaba en mediodía en su mente.
A veces, en esos días ardorosos y refulgentes,
la tarde se ensombrecía de repente. Entonces ella, oculta en alguno de los
rincones que le prodigaban su resguardo, oraba a Dios para darle las gracias.
Porque las repentinas lluvias anunciaban el final de la temporada solar. Y,
además, le daban un respiro mayor; las tardes de lluvia siempre estaban
precedidas por los mayores soles, que desbarajustaban su mente como nunca y la
desbordaban de pensamientos febriles.
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