Jueves Santo. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
El Jueves Santo, al mediodía, se fueron las niñas. Toda la mañana la
dedicamos a ellas. Primero salimos juntos al parque, para sacar a pasear al
perro, y por el camino ellas subieron a un árbol; arriba encontraron un nido
vacío, que desprendieron de las ramas con cuidado, para enseñárnoslo. En el
fondo del nido todavía estaban los restos de las cáscaras de huevo y las pequeñas
plumas de felpa blanca. ¿En dónde están los pájaros? Nos preguntaron. Los
polluelos se hicieron grandes y, con sus propias alas, se fueron del nido;
habiendo cumplido el propósito de criar a sus polluelos, las aves mayores
también emprendieron un nuevo viaje.
Las niñas llevaron el nido de regreso, asombradas con el hallazgo
y con la cruda materialidad de sus formas; nosotros subimos cargados de bolsas,
una con pan, otra con huevos, otra con leche y pastillas de chocolate.
Preparamos el desayuno y cuando terminamos de comer llegaron mis cuñados a
buscarlas. Charlamos un rato, en la sala de la casa, y cuando todos se hubieron
ido no supimos qué hacer; llamamos a unos amigos, pues no queríamos quedarnos
encerrados, a pesar de que era lo mejor —dado el día y lo que se conmemoraba—
pero, según nuestros amigos, iban para un asado muy tranquilo en la casa de un
muralista amigo de ellos y no debía de haber ningún problema en ir allá, sin
importar la fe que uno profesara. Aguardamos la hora del lavatorio de los pies
y concurrimos, anhelantes, para enfrascar en nuestros espíritus la luz de todas
aquellas voces reunidas entorno al exclusivo propósito de reconocer a su Señor.
Cuando nos fuimos del templo el cielo estaba gris, como cualquier
día nublado. La casa del muralista quedaba lejos. Era mejor ir en taxi y cuando
íbamos por la inmensa avenida ochenta vimos el cielo trastocarse. Lo que
parecía ser el gris indiferenciado de una lluvia vespertina se tornó en un
amarillo extraño, ensombrecido; el cielo abandonó todo azul y se hizo de oro
velado, y el velo que lo cubría era la mortaja negra de la muerte. El Señor iba
a morir y nosotros lo sabíamos. Entre susurros, sin que el taxista oyera, nos
imaginamos que el cielo estaba de luto; sus lágrimas de oro teñido por el tinte
de la muerte lloraban la inminencia de la Pasión.
Llegamos a la casa. Los muros, aprisionados por un altísimo techo,
exhibían sendas imágenes. Estuvimos un rato charlando y me sentí agobiado. La
compañía era excelente, el lugar era bello y lo que estábamos haciendo estaba
bien. Pero yo necesitaba salir y así lo hice. Las calles de Lisboa estaban a rebosar
de feligreses y de personas extasiadas, en pleno carnaval, bebiendo y bailando.
Ambos grupos mostraban los signos de su exaltación con suma vehemencia. También
había muchas personas sumidas en una apatía existencial, languideciendo
mientras soportaban el escándalo y el tumulto que palpitaban a su alrededor.
Es fácil perderse en las calles laberínticas y estrechas de ese
barrio. Todo se parece y al mismo tiempo todo es distinto. Y ese día el barrio
entero estaba frenético. Unos festejaban la ausencia de labores, otros montaban
mercados enteros en las aceras; los carros andaban en medio de la gente, que se
movía en todas direcciones, persiguiendo algún ardiente deseo. Caminé hasta
Villa Cindy, en donde tuve un taller de dibujo para niños. Allá me encontré los
restos de la escuela, todavía visibles, pintados en los muros derruidos.
También estaban delineados en las cercas y en las piedras que alzamos para
marcar y dividir los lugares en los que se dictaban las clases. Recorrí los
senderos de la ronda del río, pero los niños que corrían por doquier eran todos
distintos; mis alumnos ya no vivían allí. No fui capaz de encontrar ninguna
cara conocida.
Del cielo caía la luz amarilla impregnada del color de la muerte.
El viento no soplaba y el murmullo del alboroto barrial se oía, apenas, encima
de los jarillones. El río susurraba cansado, conteniéndose, expresando con su
recato nuestra congoja. Regresé, caminando sobre el polvo, cuyo color ocre era
un reflejo del brillo mortuorio que se desprendía de las nubes. Lloviznó; corrí
por el laberinto lleno de cantos a nuestro Señor y del ruido de toda la música
sensual y apática con la que se atiborraban los borrachos. Mi mente tenía
fijada en su materia sutil la imagen de mi fervor. No sabía que mis pasos
encontrarían el camino hasta ella. Me deslicé entre los cuerpos, eludiendo la
lluvia bajo paraguas ajenos. Me dejé llevar por la corriente y acabé en el
centro de Lisboa; el lugar estaba más lleno que cualquier otro, pero, aun así,
porque ya conocía el lugar, hallé la entrada al templo. Entré y en el aire se
respiraba la intensidad piadosa de los feligreses. Las figuras de los santos
nos miraban a todos.
Conforme me adentré en el recinto sagrado y en la atmósfera de los
cantos pude sentir con claridad la mirada de mi Señor. Los ojos de Jesús
estaban allí, escrutándonos, pero no por medio de una fuerza persuasora, sino
por la voluntad de los escrutados. La mirada sanadora del Cristo envolvía a los
creyentes. Las heridas del Salvador serían abiertas para nuestro perdón. ¿Cómo
podíamos negarnos a recibirlo? No podíamos decirle que no a su fe. Él
atravesaría la Pasión y conseguiría vencer a todos los ídolos del mundo.
Queríamos ser fieles. Queríamos amarlo.
Salí de allí y todas las caras me fueron conocidas. No recordaba a
nadie, pero los conocía. Herré por las calles oscuras, reconociéndome en la misericordia
y en el amor encendido, contrapuesto al mundo, aspirando a elevarme sobre él,
sin renunciar a extender mis manos, en señal amistosa, para que todo aquel que
lo deseara pudiera elevarse junto a mí. Permanecí junto a la gente del barrio, entre
pecadores, pues yo también soy un pecador. Quería darles la buena nueva y,
aunque asustado, profesé mi fe. El perdón que yo había ganado sin merecerlo
también era para ellos.
Volví a la casa del muralista. El asado, por supuesto, era una
fiesta. Cada vez que dije que no, desviando las copas húmedas, hablé de Él. Y
no fui rechazado. Ni señalado. Ni herido. Incluso los más perdidos estuvieron
dispuestos a oír. Y muchos, en medio de nuestras descarnadas conversaciones,
mencionaron el cielo amarillo, velado y hondo, de la tarde que ya se había
esfumado.
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