Un espíritu solitario. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
La primera vez que recibí una verdadera golpiza la recibí
de las manos del gordo Moreno, el más cruel adolescente que haya parido el más
perverso colegio del más despiadado barrio de Bogotá. Para mantener en secreto
la desgracia de mi familia me hice expulsar del Liceo Francés —pues había que ocultar a
toda costa que los Mendoza no podían pagar la matrícula—, y así fue como de un
día para otro estuve atrapado en los salones lúgubres y helados de un colegio
al que nunca me hubiera imaginado acudir; salones dentro de los cuales toda
palabra, incluso pronunciada como un susurro, sonaba muy honda y clara, como si
el silencio allí fuera imposible.
El primer día salí al descanso y el gordo Moreno me
esperaba agazapado justo tras la esquina que yo iba a doblar. Agarró los cables
de mi walkman y los jaló con violencia, de manera que la casetera, el cable y
hasta el casete acabaron destrozados sobre el suelo. Sin haber salido de mi
sorpresa el voluminoso matón me coronó un gancho en el estómago y un puñetazo
directo a la cara, que me pusieron de rodillas. Tres de sus amigos me remataron
hasta acorralarme contra el muro del pasillo. Eso es para que vaya cogiendo la
línea que llevamos aquí, gomela mariconcita, lo oí decir mientras se iban, como
si me lo hubiese gritado al oído. Escupí mi sangre sobre las baldosas.
La resonancia sonora de los salones me enseñó en breves
semanas todo lo que tenía que saber sobre ese colegio, y sobre mi salón y sobre
las porquerías que el gordo Moreno pensaba y decía sobre mí. Los días pasaban y
yo descubría y confirmaba que él y sus amigos tenían una absurda fijación con
mi hombría, y que estaban empeñados en demostrar que yo era homosexual. A pesar
de la ansiedad que sentía por no saber cuándo podrían atacarme de nuevo, en el fondo
todo el rollo con la homosexualidad me daba risa, porque me parecía más una
confesión que una amenaza. Sin embargo, con el pasar de los días, me enteré de
boca de dos profesoras que el gordo y sus amigos habían llegado al extremo de
abusar a algunos de nuestros compañeros —sin que el colegio hiciera nada, excusándose en la falta
de pruebas y testimonios, pues las víctimas no denunciaban— y entonces el
asunto ya no me pareció tan chistoso.
El régimen de terror del gordo Moreno llevaba seis años.
Desde quinto de primaria había comenzado a dar forma a su séquito de esbirros, que
podían ser mucho más crueles que él, pues estaban mortalmente enfrentados entre
sí para demostrar quién merecía quedar libre de la violencia y las
humillaciones que su líder les infligía a todos los miembros de su combo. Sin
embargo, a pesar de su absoluto dominio sobre todos en el salón, su conducta
era caótica y descuidada, y yo sabía que un tipo así era todo menos invencible.
Pasaron tres meses y el gordo anunció, en plena clase,
que la primera salida del curso a tomar se llevaría a cabo el siguiente
viernes. Así no más, porque él lo decía, todos los hombres del salón teníamos
que ir ese día al lugar y hora que nos indicara. A mis derrotados y
aterrorizados compañeros de clase se les impuso una cruel elección; o iban al
bar al que todos estaban siendo citados para seguir siendo matoneados —ahora fuera del colegio— o la violencia del gordo resonaría en el eco de los
salones con una virulencia intensificada contra todos por igual.
El viernes llegó y el gordo Moreno se pavoneó todo el día
en el colegio con renovada crueldad. Estaba convencido de que todos iríamos a
encontrarnos con él y su séquito de esclavos viciosos al bar. El tipo alardeaba
de ello diciendo que él era el más macho y popular del salón, y que por eso
todos irían a celebrar su cumpleaños sin falta. Oírlo decir que esa sería la
celebración de su cumpleaños me llenó el corazón de alegría pues, para ese
punto, yo ya no podía seguir de brazos cruzados.
El gordo y su combo, de camino al bar, tenían que cruzar
por una glorieta donde yo los esperé. Al verme, como lo supuse, me rodearon y
llegaron incluso a amenazarme con violarme si no hacía, desde ese instante —y para siempre— todo cuanto desearan
ordenarme. Y aunque esa fue la segunda vez en toda mi vida que acabé con la
cara rota, y aunque me atacaron todos a la vez teniéndome rodeado ¡un campeón
de judo no se hace en un solo día! Y todo el abismal agotamiento, duda y dolor que
yo había tenido que atravesar para llegar hasta esa tarde, de ese viernes,
había templado mi espíritu con la firmeza de una montaña, por lo que no
pudieron doblegarme.
Al llegar, mis compañeros de clase me vieron entrar en el
bar, y desde lejos les guiñé mi ojo morado; entonces se pusieron de pie y me
preguntaron si sabía algo de Moreno. Yo me reí y les dije que fueran con sus
cervezas hasta la glorieta; cuando regresaron, uno de los muchachos más
mortificados por el gordo me dijo que al hablar, a pesar de la hinchazón sangrienta
de su cara, el gordo Moreno les había pedido perdón y ellos, que no quisieron
desaprovechar la oportunidad, derramaron sus cervezas encima de la fea y gorda
cabeza de su otrora abusador.
Al oírlos decir eso les invité una ronda. El gordo Moreno
no se apareció en el bar. Tampoco volvió al colegio. Yo tuve que pelear de
nuevo, en más de una ocasión, hasta graduarme de ese reformatorio. Pero ninguna
otra pelea tuvo el impacto que la caída del gordo Moreno; luego de ese día sólo
los matones más desquiciados quisieron meterse conmigo. El resto me dejó en
paz.
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