Aquelarre en el bus. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
Dos señoras, los
brazos entrelazados, sentadas sobre una banca cuyo escaso techo no logra
contener al sol y sus ases de la mañana. El cielo despejado y de un celeste
inmaterial. Un cruce de caminos enclavado en la retícula de las calles del pueblo.
Las señoras conversan. El aire está frío y de sus bocas mana el vapor de sus
alientos. Trabajadores perfumados, de cabellos engominados, apuran el paso
hacia la salida de los buses. Las señoras discuten; el hijo de una de ellas
va a separarse de su esposa. El relato se corta de golpe porque viene
el bus. Espero a que se suban y las sigo. Dentro del pequeño automotor se está a
gusto. Es cálido y hay suficientes asientos. El motor arranca, el carro da
pequeños saltos sobre la carretera. El hijo de la señora va a separarse, no
cabe duda, pero los detalles deben discutirse. Los detalles de lo que fue y de
lo que será. El futuro. Las posibilidades. El reloj marca las siete y cinco de
la mañana. El conductor comenta, con voz grave, que la hora ha llegado. Yo me
doy cuenta de que se siente apenado, no desea interrumpir la discusión de los
pormenores de la separación. Pero las señoras saben que tiene razón y, de
golpe, detienen el vuelo de sus pensamientos. Transcurre un instante, unos
cuantos segundos, durante los cuales ni siquiera el motor del bus pronuncia
palabra alguna. La señora de mayor edad saca un caldero de su bolso. El
conductor, que ha detenido la máquina, se agacha bajo el volante y luego
aparece sobre la silla delantera con una daga, que le extiende a la señora
mayor. Una mujer joven y un muchacho que ya venían en el bus comienzan a
recitar en latín un encantamiento. Yo extraigo del fondo de mi abrigo unas
ofrendas florales y las descargo sobre el fondo del caldero. El caldero cuelga
de una cadena muy fina enganchada a un brazo del techo del estrecho bus. La
señora de menor edad, daga en mano, corta y arregla las flores dentro del
caldero. El conductor reanuda la marcha y se une al coro de palabras latinas.
Las señoras se toman de las manos, rodeando el caldero. El bus comienza a andar
muy rápido, con torpeza y vibraciones molestas. Prendo un papel y lo dejo caer,
en vuelto en llamas, dentro del caldero. El bus continúa andando. El canto de
las palabras antiguas continúa. El bus ya no brinca de manera molesta. Yo miro
por la ventana; los transeúntes y los demás carros se mueven tan lento que
parecen detenidos en el tiempo. Con el vientre percibo el vacío; el bus vuela a
toda velocidad, hacia el celeste expandido, infinito, hacia el futuro y sus
posibilidades abiertas. Las señoras reanudan su conversación. El hijo de la
señora va a separarse, pero no sin antes recibir el visto bueno. Las señoras
nos consultan; quieren saber si podemos hacer una parada extra antes de seguir.
Todos decimos que sí. El bus da una pirueta en el aire, un giro completo, y
cuando desciende por una callejuela del pueblo, se detiene por cinco minutos
frente a una casa. Una de las señoras va y viene. El conductor silba alegre,
reanudando la marcha. Yo miro el reloj. Sé que estaré a tiempo en la portería
de mi trabajo. El bus vuelva plácido, contenido, lleno de murmullos y aromas y
humos. Son las siete y diez. Llegaré a tiempo.
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