La madre. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
A
través del tejido delgado y ajado de las cortinas se cuelan las voces; las
palabras tienen filos y picas, su sonido hiere los oídos que las oyen. Toda la
vecindad está en la calle, crispada, enarbolando las antorchas cuyas llamas
proyectan sobre los muros y ventanas la sombra de los trinchos, los cuchillos y
los garrotes. Esas sombras, como garras y zarpas, son una amenaza. Dentro del
cuarto que da a la calle, oculta por los muros de ladrillo cocido, debajo de la
ventana cubierta con la cortina está la madre, que aguarda, tensa y expectante.
El caudal de la ira de todas esas personas se dirige hacia la casa del
prefecto, en donde seguramente se desatará la violencia.
Ella
ha oído decir que un joven hombre de Galilea ha estado obrando milagros en las
calles de la ciudad. Esto, claro, ha molestado mucho a los fariseos; dicen que ellos
ya conocen la identidad del hombre milagroso, y lo quieren muerto. La madre
sabe que se trata de un hombre extraordinario. Llegó antes de la Pascua y todo
tipo de rumores han rodeado su presencia. Hay quienes dicen que es un mago de
oriente, que viene de Persia, y que es capaz de dejar encantado a cualquiera
que lo mire a los ojos, sometiéndolo a su voluntad. También dicen que es un
hechicero que tiene un pacto con los demonios, y que pronto habrá de desatar la
desgracia sobre los judíos y los foráneos, en especial los romanos, por igual.
También dicen que es un hombre santo, que obra milagros delante de todos, cosa
que parece corroborar lo que él mismo dice, pues se hace llamar el hijo de Dios; y esa es su máxima
afrenta, el peor desafío, pues contradice todo lo que enseñan los escribas y sacerdotes.
La
madre no sabe cómo discernir la verdad de todo esto, pues no ha visto a aquel
hombre jamás. Pero sí ha conocido a uno de sus discípulos, un tal Pedro; él le
parece honesto y una buena persona. Y la madre sabe que la bondad puede ser la
garantía de un terrible sufrimiento. Ella ha visto a los soldados romanos
azotar, hasta causarles la muerte, a hombres honrados que se negaron a hacer
una reverencia al prefecto en su paso por las calles de la ciudad. Y también ha
sabido de las condenas que los sacerdotes imponen a quienes contradicen su
palabra. Por eso la madre tiene miedo. Está cansada de la amenaza constante y
del peligro para su hijo.
La
madre sabe que dará a luz pronto. Y no quiere hacerlo en medio de una lucha
indiferenciada y terrible que parece estar a punto de desatarse. Ella sabe que
los romanos van a hartarse, y el día en que asalten la ciudad a sangre y fuego podría
estar próximo. Por eso envuelve su cabeza y hombros, y luego el resto de su
cuerpo, con un velo y una túnica larga y sale.
En
la calle el destello de las flamas se pierde tras una esquina. La madre mira al
cielo y ve las estrellas en su cenit. Debe ser medianoche. Es el momento. La
mujer corre escaleras abajo y, cuando intenta atravesar un portal, se encuentra
cara a cara con el discípulo, Pedro, que trae el rostro pálido. El hombre la
mira fijamente, espantado. Ella no dice palabra, sólo lo contempla por un
instante. Pedro le deja el paso libre. La madre avanza y, cuando pasa a su
lado, no logra contenerse; le pregunta ¿qué ha pasado? Pero Pedro, que parece
avergonzado, niega con la cabeza y huye. La madre, al verlo partir, continúa su
camino y corre tras unas carretillas. Allí encuentra a su esposo, tal como él
se lo prometió. Montan sobre un viejo camello y parten, en silencio, rogando a
Dios para que nadie los detenga.
La
madre no puede ir aprisa. Su vientre ha crecido demasiado y los movimientos
bruscos la estrujan y le causan un terrible dolor. Su esposo conduce al animal
sobre el que ella monta con cuidado y, cuando por fin salen de la ciudad, ya ha
amanecido.
Cuando
toman el camino que lleva al sur avistan una columna romana. Se desvían del
camino por entre los matorrales, para escapar. Intentan volver al camino, pero
entonces otra patrulla de soldados asoma. No quieren correr riesgos; en la
ciudad una revuelta está a punto de estallar y si los relacionan con los
rebeldes podrían acabar en la cima de una cruz.
Acaban
rodeando Jerusalén y, a la tarde, cuando están dejando, al fin, la ciudad a lo
lejos, el cielo se cubre de nubes negras. La madre, sobre las jorobas del
camello, avista a lo lejos el Calvario, la cima de unas colinas en donde los
romanos han crucificado a mucha gente. Sobre el montículo, árido y descubierto,
observa tres cruces. El corazón de la madre se hiela al pensar que otra madre,
como ella, debe estar contemplando la escena de la ejecución de su propio hijo.
El
esposo la mira, ve sus lágrimas y su angustia y le pregunta qué le sucede.
¡Mira! Están clavando a los maderos a tres hombres que fueron paridos por
mujeres como yo, ¿cuándo acabará esta violencia? ¿Cuándo dejarán los hombres de
hacer la guerra? Mientras llega ese día nosotras seguiremos pariendo con dolor,
y seguiremos amando a pesar de ese dolor, y entregaremos al mundo el fruto de
nuestros dones y, quizás, si llega ese día, nuestro dolor se detenga, y
entonces en el mundo prevalecerá el amor que tanto nos esmeramos en enseñarles
a todos ustedes, nuestros hijos. El esposo, enmudecido, mira sobre el horizonte
la silueta del calvario y las tres cruces. Susurro una oración y, cuando la
madre se lo indica, continúan su camino.
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