Reflejos. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)


Estiraba mis manos y no podía ver los dedos intentando arañar la sustancia que me contenía y estrujaba, el agua oscura que, sin ahogarme, me estaba asfixiando. Era como estar debajo de una laguna nocturna, cuyas estrellas inundaban la superficie de resplandores fragmentados. Pero mis ojos se abrieron; respiré el aire helado, que no era un líquido vertiéndose dentro de mis pulmones, y los rayos solares destellaron contra el cristal. Vi las cortinas moverse, empujadas por el viento helado de la mañana. Y escuché afuera la voz desesperada de alguien pidiendo comida. Recordé los horribles momentos del encierro. La cuarentena. Y el hambre de la gente que gritaba frente a las fachadas. Me vestí rápidamente, pues el deseo de alimentar a esa persona era la única cosa clara que podía pensar y sentir; no quería divagar, ni hundirme más. Recogí de la huerta en mi balcón algunos germinados, tomé unas frutas traídas del mercado y una redonda y carnosa arepa. Me tiré por las escaleras, di tumbos y no me maté. Cuando estuve en la planta baja, empujé las puertas con fuerza; un enorme bus venía calle abajo, descontrolado, con un montón de gente gritando en el interior. Miré en todas direcciones ¿dónde estaba la persona que pedía alimento? Y el bus, que terminaba su veloz descenso, viró antes de arrollarme; chocó de lado contra un poste que lo partió en dos. Me di cuenta de que aquella repentina tragedia habría producido nuevas necesidades desesperadas, así que corrí hasta los restos humeantes del bus, pero de las entrañas retorcidas de hojalata no salieron voces humanas pidiendo auxilio, sino unos leones hambrientos que rugían furiosos. Les tiré los germinados y las frutas, la arepa redonda y jugosa de queso y mantequilla, y sus fauces siguieron abiertas y rugientes, pues tenían un fondo insaciable. Me dispuse a ser devorado, y los leones me rodearon; sus colmillos terribles atrapaban mis muñecas y tobillos, y sus lenguas saboreaban mis hombros y rodillas; pero ninguno me mordía, ni sentía el más mínimo dolor que no fuera mi miedo. Salté sobre la cama, por un movimiento espasmódico que hizo que todo mi cuerpo se sacudiera, y me quedé muy quieto, sudando frío, sin saber si debería volver a cerrar los ojos.

 

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