Sueño. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

 


A través de la ventana ves la lluvia caer con una cadencia rápida y difusa, empapando todo bajo el peso de su marejada. Los automóviles y sus vidrios empañados se acumulan a lo largo de la avenida. Pero el bus en el que viajas avanza con toda su mole, raudo, por su carril exclusivo. Mirar la lluvia caer te parece la peor forma de matar el aburrimiento, pero tu celular se quedó sin batería. El aire está húmedo y caliente. Y esto, sumado al agotamiento acumulado, hace que la modorra sobrevenga. La gente toda parece exhausta, absorta en pensamientos empalagosos. Y tú también estás en un pantano mental del que ya no puedes escapar. No importa la incomodidad y el movimiento, las frenadas del bus; caes, irremediable, en un sueño profundo.

Al despertar te descubres todavía en el bus. Todas las personas están, de una u otra forma, echadas sobre el suelo, sobre los espaldares de las sillas o los hombros de los otros. Todos han muerto o se han quedado dormidos. Afuera ves como centenares de automóviles están detenidos sobre el asfalto. Algunos siguen encendidos, la mayoría está en completo silencio. La lluvia se ha detenido y es posible mirar a través de las ventanas. En las calles no hay nadie. Ves el interior de una cafetería y notas que también hay personas tumbadas o dormidas sobre los asientos y en el suelo. Aquello te asusta, es inaudito; no sabes qué es lo que ha pasado y, peor, podría ser que, en efecto, todos estén muertos. Quieres saber si sólo duermen, pero no eres capaz de moverte de tu asiento, de levantarte. Te quedas quieto en la silla, a la expectativa. Y nada pasa. Lo único cierto es que te dormiste hace un rato y ahora todos están así. Son las seis de la tarde, apenas ha oscurecido.

Al fin logras calmarte un poco. Caminas hacia el frente del bus, con cuidado, tratando de no pisar a nadie. Pero todavía estás bajo el efecto del sueño. Sientes una punzada en el estómago al darte cuenta de que has pisado la mano de una señora. La mano enrojecida no se mueve cuando quitas tu pie y entonces el terror regresa. ¿Estará muerta? ¿Por qué no se despertó?

Llegas al frente del bus. El conductor cayó fulminado sobre el volante. Te encaramas encima de él para alcanzar el panel del bus y presionas varios botones hasta que logras abrir las puertas. Antes de salir decides afrontar la realidad. Con la mano temblando, acercas tus dedos al cuello del conductor; entonces sientes su pulso, las palpitaciones de su corazón bombeando sangre por sus venas. Eso te tranquiliza mucho. Decides sacudirlo un poco, pero el hombre no reacciona. Le gritas con todas tus fuerzas, pero permanece dormido. Están todos vivos, pero el sopor que los ha dominado es peor de lo que esperabas. Tomas, entonces, un sacacorchos que traes engarzado a tu llavero. Con una de sus puntas metálicas punzas al conductor en el dorso de su mano. Pero no reacciona. Hundes la punta hasta hacer que su sangre mane. Pero no pasa nada.

Recorres durante días la ciudad sin encontrar a nadie despierto. Has continuado con tus experimentos, has hecho ruido, has golpeado a las personas, las has herido, pero nada funciona. Ahora vives en la habitación más suntuosa del hotel más elegante de la ciudad. Sin embargo, te preocupa que la energía eléctrica se corte. Tampoco hay más agua potable que la de los recipientes y botellas plásticas. Casi toda la comida se está pudriendo en las neveras, cocinas y demás. Vagas en el día recogiendo granos, pan, cereales, verduras, frutas y cualquier cosa que se pueda comer de inmediato, pero sobre todo valoras lo que pueda conservarse para más adelante.

Al sexto día encuentras a un anciano muerto. Ya te habías hecho la fatal pregunta; ¿qué va a pasar después de un tiempo, luego de tantos días sin beber agua o comer? Has tratado de llevar a la mayor cantidad de durmientes bajo techo, has intentado alimentarlos con suero o con sopa, pero son demasiados. El anciano se quedó dormido sobre una acera y estuvo a la intemperie varios días. Su piel blanquecina fue lo que notaste primero. Luego lo tocaste y en la frialdad templada de su cuerpo lo confirmaste. Un pensamiento aterrador se apodera de ti; tal como lo imaginaste, todos van a comenzar a morir, tarde o temprano.

Esa noche reanudas tus desesperados intentos por despertar a la gente. Abres pequeñas heridas en las que frotas sal, jugo de limón o licor de ron. Pero no pasa nada. Esa misma noche encuentras a un hombre que sabías que era una pésima persona. Quemas uno de sus dedos, hasta que se carboniza y, luego, le abres la mano y tiras de sus nervios. Pero no reacciona. Y no sabes cómo sentirte al respecto. Le has hecho daño, has hecho cosas que te parecen grotescas, horripilantes, pero no hubo diferencia. No hay efectos en los otros. Piensas que podrías hacerles lo que quisieras y esa idea te trastoca. No quieres esa libertad.

Temes dormir desde que todo aquello comenzó. Por eso debes cansarte hasta caer. Aquella última noche subiste todos los pisos de un edificio de apartamentos, mientras tratabas de despertar a las personas que habitaban allí. Al final el cansancio te venció en la habitación de una pareja.

A la mañana siguiente te despierta el sonido de la lluvia. Te quedas sobre la cama, en medio del hombre y la mujer que viven allí. Su sueño profundo parece una ilusión. Miras a uno de los dos. En su rostro hay una expresión rara, incómoda. Incluso te parece que tiene una delgadez malsana. Su piel, que acaricias con cuidado, está caliente. Respira con calma. Entonces te preguntas qué pasaría si cortas su respiración. Pones tu mano sobre su nariz y boca. La boca se abre para tratar de absorber el aire que bloqueas. Parece que reacciona, su tracto respiratorio lucha, el pecho se mueve, pero nada más. Quitas tu mano. Su respiración vuelve, agitada. Pero no tomó una gran bocanada de aire al quedar libre su boca y su nariz, ni dio un grito, ni mucho menos abrió los ojos. Nada. Sólo es un cuerpo parcialmente inerte que trata de seguir respirando. Nada más.

Oyes afuera un fuerte ruido. Te asomas. Es un helicóptero. Llevan dos parlantes enormes. Están llamando a los sobrevivientes. Miras en todas direcciones pero nadie más aparece. Corres de regreso a la habitación, tomas el televisor y lo arrojas por el ventanal, reventándolo. La tripulación del helicóptero te nota. Te indican que subas a la azotea.

Cuando llegas arriba ya han aterrizado. Son seis tipos con uniformes espaciales. Tiemblas al pensar en lo poco humanos que parecen, en todos los días de soledad que has pasado. Parecen hostiles.

—Usted parece ser el único consciente, el resto está condenado.

—¿Qué es lo que está pasando?

—Una nueva arma. Al parecer es casi cien por ciento efectiva.

—¿Todo el mundo se quedó dormido a propósito? ¿Cómo hicieron eso?

—Estamos por averiguarlo. Usted, como único superviviente, es una de las claves para saberlo…

Los hombres se lanzan sobre ti. Te encadenan. Sudas frío mientras miras desde lo alto a la ciudad sumida en el sueño. Deseas morir pronto. Te han dicho que van a estudiarte. Sabes que te matarán.

 

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