A la niña le gustaba la brisa del mar y su aroma
profundo, cargado de la luz solar, que entraba en su casa y refrescaba las
horas en las que el calor se arrebataba, condensado en el interior de los
recintos cerrados. Hasta su casa llegaba el viento marino, luego de haber
estado soplando sobre las muchas olas y los remolinos de las corrientes
acuáticas. Llegaba y el anuncio de su arribo era el temblor de los papeles y
las cortinas; entonces la niña se levantaba, abría los brazos y dejaba que el
viento desprendiera el calor acumulado debajo y sobre su piel.
A ella le gustaba respirar profundo cuando la brisa se
desparramaba en el interior de la sala, y sobre su rostro, e imaginaba que
podía oler en el viento no sólo al mar y a los peces, a las gaviotas y a los
moluscos, sino también a las mujeres y hombres que navegaran en sus barcos a la
hora que el viento iba pasando.
La niña imaginaba, después de un rato, a dónde
iría a parar la brisa que llegaba desde el Mediterráneo, luego de pasar a
través de su casa, que era un apartamento en el quinto piso de un edificio de
la vieja Gaza. Con su imaginación volaba junto a la ventisca, y cruzaban
Palestina de un extremo al otro, hasta surcar sobre el río; y cuando el viento
pasaba sobre el Jordán la niña se quedaba allí, sobre las corrientes del río, y
miraba a la brisa adentrarse en el inmenso desierto.
A veces, cuando la niña estaba en la escuela, junto a
sus amigos, la brisa los visitaba también. Las palabras que escribían en los
cuadernos bailaban sobre el papel, y sus cabellos alborotados también se
contagiaban con el ritmo de la ventisca. Otras veces, estando con su mamá en el
mercado, el viento inquietaba a los mercaderes, agitando las toldas y los
avisos colgantes, removiendo cualquier tienda o pasacalles que no estuvieran
bien amarrados.
La vida de la niña era buena, a pesar de todo. Ella sabía de la guerra, de
los enemigos y de su odio; sabía de un muro que no podía ser traspasado, sabía
de gentes que estaban armadas en todo momento y sabía que, aunque nunca las
había oído o visto, existían unas cosas que explotaban, haciendo que todo a su
alrededor volara en pedazos.
La niña amaba el cielo azul, amaba las nubes sonrosadas y algodonadas,
amaba las flores de todos los colores, amaba sus jardines, amaba a sus amigas y
amigos, a sus padres, a su hermano, a sus tíos y tías, a todas sus primas, a
los ancianos, a los pájaros y a los peces, al viento, al desierto, al mar y a
Dios. La niña pensaba mucho en todas las cosas que amaba, y se aferraba a ese
amor con todas sus fuerzas.
Entonces llegó el tiempo de los otros vientos.
Unos que no traían el aroma del mar ni de ninguna cosa buena. Eran los vientos
licuados, destajados, provocados por el bramido de los motores aéreos y las
boquillas de fuego de los misiles. De un día para otro llovieron bombas y
explosivos y la niña supo cómo era estar bajo su tormento. Pero ella se
aferraba al recuerdo de sus amores, y a la memoria de la brisa marina y su
gentil recorrido; permaneció en su casa, segura de que la tormenta de los explosivos
habría de parar a tiempo, y no corrió junto a los otros, que decidieron huir al
sur.
La niña cayó junto a los pedazos de su casa. Todas las
fracciones de su vida reventaron mientras dormía. Y bajo los escombros de su
vida desecha estuvo más de una semana.
Gracias a un milagro la niña sobrevivió. Despertó
veinte días después, adolorida, sollozando. Nunca más volvió a ver la cara de
alguien de su familia. Antes de que sus heridas se hubiesen curado, volvió a la
calle donde estaba su casa. Al llegar las ruinas se levantaban varios metros
sobre el suelo. Ella entró en las ruinas y sumergió sus manos en los pedazos de
lo que había sido su mundo y el mundo de todos los suyos. Y con la yema de uno
de sus dedos la sintió. La aferró con sus manos y tuvo que tirar muy fuerte de
ella, hasta que la sacó. Se cayó de espaldas, por toda la fuerza reunida, y
cuando abrió los ojos la vio.
Encajada todavía en la cerradura de la puerta estaba la
llave de su casa. La niña desencajó el mecanismo y la aferró entre la palma de
su mano. Se levantó, llorando, desconsolada, y se juró a sí misma nunca perder
la llave. Miró al cielo, hacia las alturas en donde debía estar su casa.
Ya nadie volvería a respirar el mismo viento. Ya nadie
disfrutaría de su amada brisa marina. Ya no había ventana, ni balcón, ni
apartamento, ni un mundo entero, ni una niña feliz, anhelado que su madre
llegara, mientras el viento la acompañaba y la liberaba del intenso calor.
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