La visita. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

 


Mi madre no había vuelto a hablarme desde la anunciación. Esa tarde, luminosa e inquieta, cuando vimos al médico irrumpir en la sala, no pude anticipar lo que estaba por decirnos. Habíamos ido porque yo, al parecer, estaba enferma. Antes de que el médico entregara su diagnóstico me quedé mirando hacia los ventanales; el viento empujaba las cortinas, delgadas y translúcidas, a través de las cuales se colaba el fuego de la tarde. Oí el anuncio y el calor se me pasó de golpe.

Volteé a ver a mis padres. Ellos no me miraron. Se pusieron de pie, hablaron con el médico en voz baja, recibieron varios documentos que mi madre acomodó en una carpeta y eso fue todo. Durante el camino de regreso el único que me habló fue mi padre.

De todas las cosas que podrían haber pasado contigo sucedió la más desafortunada, dijo, como gruñendo. No sé si es tu culpa, agregó, luego de un largo silencio. Lo más probable es que sí lo sea. En ese instante mi padre aparcó el carro a un lado de la calle. Quiero que me respondas eso, dijo, gritando, mientras me miraba por el reflejo del espejo retrovisor, ¿fuiste engañada? ¿Alguien abusó de ti? Yo negué con la cabeza y me puse a llorar. Mi padre no paraba de gritar, furioso, dándole golpes al manubrio.

Las semanas pasaban y mi llanto no se detenía. Necesitaba entender lo que me estaba sucediendo, pero tenía terror de preguntar y nadie me explicaba nada. Además, mi madre no me hablaba. Cuando necesitaba preguntarme algo, se paraba junto a la puerta de la habitación en la que me encerraron y hablaba en voz alta, preguntándose a sí misma lo que esperaba que yo le contestara. ¿Acaso habrá vomitado? ¿Será posible que no haya comido lo que le dejé en la mañana? ¿Diría yo que ha bajado de peso?

Cuando íbamos a los controles ella se comunicaba con los médicos por mí. Estuvimos así los primeros tres meses. Luego, de golpe, me llevaron donde mi tía Isabel. Hacía años que no la veía. Estaba mucho más vieja. Sin embargo, a pesar de que parecía tener cien años, seguía estando lúcida y era muy activa. Se suponía que no importaba qué tan capaz fuera mi tía de cuidarme, pues la responsabilidad no recaería sobre ella. Se suponía, por lo que me dijo mi padre, que ella simplemente había dado el visto bueno para permitirme quedarme en su casa y sería mi prima quien me cuidaría. Mi tía me alojó durante el resto de mi embarazo.

Desde que llegué me llamó la atención la extrema amabilidad de mi tía. Yo no recordaba que ella fuera así. Al contrario; en mis recuerdos era incluso más hosca que mi madre. Pero, una vez mis padres se fueron de su finca, mi tía me prodigó todo tipo de comodidades y regalos.

Lo que mi padre me había dicho sobre mi supuesta cuidadora tampoco era verdad. Mi prima Antonia sí vivía con mi tía Isabel, pero ella, en realidad, pasaba muy poco tiempo en la casa. Antonia era veterinaria y trabajaba todo el día en las fincas de los alrededores, cuidando la salud de los animales, ayudándolos en sus sangrientos partos, aliviando sus dolores. Sólo la veíamos por las noches. Eso sí, cuando estaba en casa, también me consentía muchísimo y procuraba estar pendiente de cualquier cosa que pudiera necesitar.

Desde que llegué comencé a levantarme muy temprano. Salía a caminar, en silencio, sola, sin que mi tía o mi prima me vieran. Me levantaba antes del amanecer y regresaba con los primeros rayos del sol. La incertidumbre sobre mi futuro me producía un terror paralizante, pero, aun así, esos paseos matutinos consiguieron aliviarme. Yo sentía los movimientos de la vida que se gestaba en mi interior y conforme fue creciendo quise saber más; mi tía Isabel y mi prima Antonia comenzaron a hablarme sobre las etapas del embarazo y lo que estaba pasando con mi cuerpo y eso fue suficiente para perder el miedo del todo.

Dos meses después de haber llegado comencé a pintar. A mi tía le gustaba mucho lo que hacía. Constantemente comparaba el ejercicio creativo de mis pinturas con la gestación. Ella también pintaba; era gracias a esto que había materiales para pintar en su casa. Comenzamos a pintar juntas y un día mi tía me confesó algo insólito.

María, me dijo, pon tu mano sobre mi barriga. Cuando lo hice sentí un movimiento brusco bajo su piel. Creí que se trataría de un tremendo retorcijón de estómago, por lo que me solté a reír. ¿Entiendes lo que acabas de sentir? Me preguntó. Entonces yo abrí los ojos de par en par. Cuando llegaste estabas pálida y callada y te quedaste de pie, bajo el marco de la puerta, sin decir nada. Cuando me acerqué a saludarte y sentí tus ojos sobre los míos, cuando te oí decir la primera palabra que me dijiste en mucho tiempo, sentí el primer movimiento. No sabía que estaba allí. Fuiste tú la que lo descubrió para mí. ¿Por qué no me habías dicho nada? No sé, me respondió, quería encontrar el mejor momento para contártelo y, además, tenía un poco de vergüenza, porque no es normal que una mujer de mi edad se embarace y, encima, tu tío murió hace mucho tiempo ya. Mi tía se puso de pie en ese momento y caminó hasta el centro del estudio. Este embarazo no sólo es inaudito, sino que además levanta preguntas muy incómodas para mí. Ambas nos quedamos mirando fijamente. ¿Y? Le dije de golpe, ¿no vas a contestar para mí esa pregunta incómoda? Mi tía me dio la espalda, para mirar por una de las ventanas, hacia las montañas arboladas. Fue un muchacho que pasó por aquí. Antonia necesitaba alojar a ese muchacho, un técnico zootecnista, y yo le dije que sí. El muchacho acabó quedándose dos días. La segunda noche Antonia no vino y yo entré en su cuarto en un momento, para llevarle la comida, y me encontré a ese muchacho desnudo. Se quedó completamente quieto y no me pidió que me fuera. Luego me dijo que me acercara. En verdad fue muy extraño. Pero él pareció gozarlo muchísimo. Y, ahora, resulta que también estoy embarazada.

Mis padres llamaban todos los días, pero nunca me visitaban. Yo fui la primera en tener contracciones. Y, para sorpresa de Antonia, apenas comenzaron mis contracciones mi tía también entró en trabajo de parto. No hubo tiempo de nada. Antonia se hizo cargo de todo. Según ella fueron dos partos muy eficientes y limpios. Cuando mis padres supieron que su nieto había nacido volvieron a ir a la finca de mi tía. Al llegar, de noche, tarde, encontraron en la sala a dos criaturas recién nacidas.

Mi madre me miró, estupefacta. ¿De quién son esos niños? Me dijo. Uno es tu nieto y el otro es tu sobrino, le dije. El rostro de mi madre se calmó. Se acercó y alzó a mi hijo. Ella supo que era él. Mi tía la rodeó y levantó a su propio hijo. ¿Acaso no son dos niños preciosos? Sí, contestó mi madre. Entonces ella dio una mirada a la sala y vio todos los cuadros sobre las paredes. ¿Has seguido pintando? Sí, y tu hija ha aprendido a hacerlo también. Es mejor que yo. Mi madre se acercó hasta donde yo estaba y me entregó a mi hijo. Lamento mucho la manera como se han dado las cosas, no estaba preparada para esto, tú sabes lo que queríamos para ti, sabes que, a pesar de haber hecho lo contrario de lo que quisimos que hicieras, tendrás nuestro apoyo y nuestro respaldo siempre. Yo le sonreí, acuné a mi hijo entre mis brazos y me fui a mi habitación.

 

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