Niños perdidos. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

 


En el triángulo pétreo de la esquina, el farol de tres colores. Sobre el concreto se riega la pintura de su luz, un, dos y tres, cada una a su tiempo. Sobre el inclemente concreto, con tiza vieja, trazaron un recuadro. Cuando el rojo se vierte en el lugar indicado, los niños aparecen, pues ese es el color que necesitan. Lo ven encenderse dentro de las cuatro líneas, que fueron trazadas con devoción infantil, y se acaba el juego. Es la señal para que se dispersen entre el aluminio pintado, lacado y pulimentado, de esos otros colores secos, distintos de la pintura luminosa del farol.

Golpean con sus frágiles falanges en los cristales empañados, oscurecidos. Golpean y golpean y tiran sus aguas mezcladas con el diluido limpiador sobre los cristales. Y en la espuma revienta el arcoíris también y, si el día es soleado, a veces se deja ver su adorado rojo, intenso y encarnado, entre los destellos de la luz refractada en las pompas de jabón. Friegan las ventanas y a veces trepan sobre los enormes frentes de las máquinas, para lavar los inmensos panorámicos. Pocas veces su labor recibe alguna paga. Pero ellos no pueden elegir; deben abalanzarse sobre todos los capós, para alcanzar los panorámicos, y a todas las ventanas laterales extienden sus palmas abiertas, pues no saben cuál de todas se abrirá, furtiva e imponente, para dejar salir una mano nacarada, colmada de alhajas, portando entre sus dedos un billete y unas cuantas monedas.

Mientras el chorro de luz roja no cayera sobre el recuadro, los niños jugaban en el árbol que estaba antes del farol de tres colores. Colgaban sus ágiles y delgados cuerpos, como fantasmales acróbatas, y trepaban alto, para lanzarse desde arriba; el macizo árbol era el mejor trampolín, y sobre la yerba caían ligeros, reían, se levantaban y se perseguían y se encontraban, se daban abrazos, se tejían trenzas en el cabello, y reunían la tierra bajo sus uñas, para mezclarla con el agua enjabonada y hacer barro, y con el barro erigían los fetiches de la gente rica, para atraerla, para que pararan junto a su triángulo. También, si el rojo no venía, dibujaban con tiza y carbón sobre el inclemente suelo de la esquina del farol, grabando las imágenes de sus cuerpos encima de los carros, lavando y lavando y reclamando a las ventanas el brillante y precioso metal redondo.

Un día apareció sobre el asfalto un enorme automotor blindado. Lo oyeron venir bramando con furia. Lo vieron subir a la acera con odio, arrollando troncos, llantas y plásticos. El odioso automotor chocó de frente contra el tronco del macizo árbol, haciendo que su casa colgante se viniera abajo, hecha pedazos. Entonces tuvieron que huir. Y corrieron. Y desde las ventanas del automotor vociferaba una voz tremenda. La enorme mole arrojaba su humareda por los exostos que llevaba como cuernos encima del techo. Y los niños corrieron despavoridos hasta perderse en el bosque del otro lado de la avenida. El bosque que veían todas las mañanas cuando, perezosos, se estiraban, mirando desde la ventana de su otrora casa colgante del macizo árbol.

Como solo lo habían visto de lejos, no conocían el bosque, pero el susto que les dio la monstruosa camioneta fue tal que se hundieron en la penumbra de las ramas y las hojas y se dieron cuenta, luego de mucho correr, que habían unos vientos inquietos silbando entre los troncos de la arboleda. Los vientos estaban desorientados y perdidos. Los niños supieron que ya no podrían regresar. Ahora estaban perdidos también.

De todas formas, dijo el mayor, ahora tendremos la amistad de muchos más, pues eran muchos los árboles del bosque. Allí también podían jugar. Ninguno de los niños perdidos quería volver, aunque no hubiese cosa alguna que llevarse al estómago dolorido para merendar. Pasaron los días y los niños no salieron de allí. Y descubrieron las frutas de los árboles, y las raíces ocultas, y tuvieron sustento. Y jugaron tanto que, de tanto jugar, levantaron una torre de madejas, troncos y palos. Desde la torre veían a lo lejos la avenida. Y quisieron quedarse allí, colgados de las ramas, bajo las estrellas y la lluvia y el fuego del sol.

Todavía puede vérselos sobre su torre de juegos de niños perdidos. Pero para poder mirarlos hay que penetrar en el bosque y perderse. Nadie ha vuelto para relatar cómo es su descanso. Quienes toman parte de sus rondas y emboscadas no regresan jamás.


*q

 

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