La Iglesia. Por: Nicolás Castro. (Bogotá-Distrito capital)
Aprendí la devoción, el amor sagrado y todas las palabras de mis oraciones de la boca de mi madre, que las rezaba conmigo antes de dormir, al amanecer y, a veces, en ocasiones especiales, como cuando recibía muchos encargos o cuando le hacían falta. Rezábamos en voz baja, despacio; por eso madrugábamos mucho. La cadencia con la que se dice una oración revela la fe con la que se está rezando; si la oración se dice muy rápido, no hay fe, me dijo, una vez. Ella era muy devota y le atribuía una naturaleza divina a la mayoría de sucesos de la vida. Era muy feliz. De ella llorando sólo tengo viejos y desfigurados recuerdos, de cuando yo era muy niña,
El
que fuera mi padre, a quien no conozco, y de quien no puedo hablar como si
fuera realmente parte de mí, fue cruel con ella. Yo nunca lo quise ni lo
necesité. Desde que tengo memoria me negué a pensar en él, a recordarlo o a
añorar su presencia. Mi mamá tampoco lo necesitaba. Juntas estábamos mi mamá y
mi abuela, hasta el fin. Mi abuela pasaba las tardes conmigo, luego de buscarme
en la escuela. Ella también me enseñó muchas oraciones y ahondó en el sentido
de repetir esas palabras tan antiguas, que personas de tanto tiempo atrás
repitieron con un sentido inmutable y perfecto. Siendo muy niña me regocijaba
en sus explicaciones, casi sin entenderla, confiando plenamente en el carácter
sagrado de lo que escuchaba. Gozaba tanto con el sonido de su voz que, a veces,
en realidad, no escuchaba lo que decía sino cómo lo decía. Lo mismo con mi
mamá. Pensaba que esas mismas palabras habían sido dichas infinitas veces,
desde mucho tiempo atrás, y la oración continuaba hacia el infinito, y las
voces de ellas y la mía eran las voces en las que se materializaba ese milagro.
Mi
madre, mi abuela y yo íbamos a la iglesia los domingos. Ese era el día más extraordinario
de mi cotidianidad desde que tengo memoria. La experiencia espiritual en
compañía de las dos personas que yo más amaba y la belleza justa, equilibrada y
mística de la iglesia, que era más antigua que casi todo lo que yo conocía,
condensaba en esos momentos el mayor gozó que viví.
Muchos
momentos vinieron después de aquella juventud, instantes de vida que siempre
estaban tocados por la mano de Dios, porque para mí su contacto es evidente y
constante desde mi niñez. Y llegó el tiempo en que fui a la iglesia sola los
domingos; fui la última y tenía que continuar con la tradición. Sin embargo, los
osarios de mi madre y mi abuela descansaban debajo del templo, de manera que la
sensación de su presencia era muy intensa cada vez que iba a adorar a Dios. A
pesar de que yo ya dudaba y cuestionaba muchas cosas de los sermones, y de la
palabra de los curas, la misa seguía teniendo ese aire místico que me
transportaba a mi juventud y a los domingos en los que acudía allí con ellas.
Aunque mi fe vacilaba en lo formal, era inamovible en lo que tenía que ver
estrictamente con Dios; con Él sostenía un vínculo inquebrantable.
Mi
cuerpo fue perdiendo su agilidad, se hizo lento, delgado y delicado. Y se
desencadenaron las obras. Un alcalde por el que yo habría votado en otro tiempo
decidió que la modernidad era una necesidad que se imponía sobre cualquier otra
cosa. Y así, un domingo, con los osarios en un canasto colgado bajo uno de mis
codos, con piezas de madera tomadas de las bancas a medio desbaratar guardadas
en una bolsa plástica, miré a los obreros desplomar la antigua iglesia. Recogí
algunos de sus cimientos esa misma tarde, y los conservé, organizados, anotando
el lugar exacto en el que los encontré. Junté toda la información impresa que
pude sobre su historia y destrucción.
Reuní
todas las piezas que pude. Todas cupieron perfectamente alineadas en un baúl.
El baúl era gigantesco y yo no lo podía mover. Un muchacho que había asistido a
la iglesia en su último tiempo, y que me conocía, me ayudó a moverlo hasta
donde yo quería ponerlo. Lo pusimos en el mismo lugar en donde estuvo la
iglesia, sobre la acera contigua a la avenida. En plena madrugada el muchacho y
yo levantamos un pequeño altar mariano, con el baúl dentro, y nos fuimos. Poco
a poco los comerciantes del sector y los habitantes de los apartamentos se lo
apropiaron, le pintaron arabescos, le sembraron flores delante y le pusieron
unas rejas de hierro forjado alrededor. La gente rezaba y dejaba velas frente
al altar.
Me enfermé y antes de escribir este testamento, que es el testamento de mi fe, supe, ya postrada en esta cama, que la iglesia reapareció milagrosamente sobre la avenida. Han pasado seis meses desde eso, y en tres ocasiones ha sido vuelta a demoler y de nuevo se ha levantado. Nadie sabe quién la levanta de nuevo. Yo pienso que son los ángeles, que la reconstruyen en la madrugada, cuando nadie está mirando.
Fluyen muy bien las ideas y enlazan con naturalidad las figuras en cada palabra.
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