La sanadora. Por: Nicolás Castro. (Bogotá-Distrito capital)

 


Desperté y vi la imagen de las serpientes en su nido, en lo profundo de un valle, junto a un sinuoso camino. Negué la imagen con todas mis fuerzas, pero era imposible deshacerla. El camino abierto, serpenteando cordillera abajo, me miraba y escudriñaba en mis recovecos, pliegues y curvaturas.

Me destapé y fui a la bañera. El agua helada estrujó mi cuerpo entelerido. Recordé las infinitas mañanas en las que yo era otro. Recordé al sol, ardiente y hermoso, chispeando en su trono del mediodía; fueron unas aguas heladas, como las de la ducha, las que se llevaron mi calor.

Escuché a la muchacha preparando el desayuno. Luego la oí bañarse. Al encontrarnos en el comedor reuní alientos para saludarla. Ella me miró sonriente, irradiándome su serenidad; cuando me vio tomar aliento para decir algo más me contuvo, suave y ligera. Nos dispusimos a partir.

La algarabía de los pájaros en la madrugada no sonaba alegre. Salimos, para poner las maletas en el carro, y al escucharlos me figuraba que sus voces eran gritos de agonía. El día estaba naciendo y las aves liberaban el supuesto testimonio de su sufrimiento en el albor.

Luego, cuando comenzamos a andar, me imaginaba que del cielo llovía ese mismo dolor, pues al verme en el espejo veía mi rostro desencajado y cuarteado; de mi piel reseca, resquebrajada, se desprendían sus fracciones, polvo blanquecino, traslucido, como una cascada de caspa.

Mis dedos aferrando el volante parecían a punto de romperse. Pero, a pesar de todas estas apariencias, en mi corazón se revolvía, furiosa, una sola determinación. Y a pesar de mi sensiblera vacilación interior, para honrar su esfuerzo no le mostré a la muchacha mis temores.

Comenzamos el descenso por el camino en penumbra, ensombrecido por el rastro de la noche. La luz, luego, barrió las sombras. Desde el asiento del conductor veía innumerables especies de pájaros; trataba de ver sus ojos, pero no podía. Quería saber si nos estaban mirando.

Paramos, después de Cáqueza, en la última panadería de la última vereda del pueblo. Al entrar, una mujer embarazada nos recibió; cuando le dije lo que quería comer, la mujer se llevó las manos a la panza y corrió hacia el interior de la panadería, buscando el calor de los hornos.

Nosotros nos sentamos. La muchacha, dándome ánimos, me tomó de la mano. Su mirada perseverante, firme, le hablaba a mi alma. Aunque era una mujer bella, no despertaba en mí ningún deseo, y yo sabía que esto era así por ella. La belleza de su apariencia y presencia estaban veladas.

La muchacha me miraba con una calma absoluta, sin perturbarse nunca, sin sobresaltos, siempre aplomada, siempre certera, siempre tranquila. Yo miraba su cara y pensaba que era extraño que fuera tan bella y que yo no sintiera nada ante su belleza; me sentí ridículo y me fui al baño.

Cuando entré y miré la taza vi que dentro de ésta había varias serpientes retorciéndose. Yo me sobresalté mucho al ver esto. Luego pensé en la muchacha y en mi inquietud. Sí, me dije, viendo a las serpientes; el enemigo siempre quiere desviarnos del camino. El enemigo tiene todas las caras.

Tapé la taza y esperé un instante. Al volverla a abrir las serpientes ya no estaban. Las había visto por primera vez hacía siete años, en mi antiguo trabajo. Luego de ese trabajo nunca más volví a ser contratado. El día que vi a las serpientes estaba en el baño. Salieron del grifo, heladas, y entraron bajo mi piel.

Yo siempre fui un hombre obsesionado con la higiene. Tenía baño privado en mi propia oficina. Tres veces al día usaba el lavamanos. En el grifo pusieron la maldición. Tres veces me maldecía, todos los días, con esas aguas. Y gota a gota la maldición se apoderó de todo mi ser.

Volvimos al carro y al camino. En una de las muñecas llevaba un rosario anudado. Repasaba sus cuentas con cada oración. Tanto anduvimos que lo recé tres veces, completo. Cuando llegamos al pueblo al que nos dirigíamos, junto a los pies de la cordillera, desde donde se ve tenderse el inmenso llano, yo estaba sudando y tenía sueño.

Límpiate la cara con esta agua bendecida, me dijo la muchacha, cuando apagué el motor. Yo hice lo que me pidió. Ella comenzó a hablarme con su cadencia armoniosa, pieza a pieza, explicándome lo que íbamos a hacer, vertiendo dentro de mí un poco de su imperturbable serenidad.

Mis manos temblaban. Mi estómago se revolvía desesperado. Mi cerebro palpitaba dentro de mi cráneo, embotado por los pensamientos febriles que, como pájaros negros, revoloteaban contra mis paredes de hueso. La muchacha iba delante de mí, caminando con paso firme.

Los sepultureros nos miraron. Había por lo menos seis, junto a tres vigilantes. Ella pasó delante de ellos, saludándolos a todos. Al que parecía mayor se le acercó. Del arreglo floral tomó una flor y se la regaló, luego de hablarle bajo. Los hombres cambiaron de semblante y uno de ellos se puso a silbar.

La presencia de la muchacha los había aliviado y se alejaron de nosotros. Yo resoplé, desahogándome, pues estaba muy tenso al ver a tantas personas tan cerca de la tumba que ella me había indicado. Lavamos las losas y la lápida. Las fregamos con fuerza, retirando toda suciedad superficial.

La muchacha me indicó que me arrodillara delante de la tumba y comenzara a orar. Mientras yo recitaba las oraciones ella daba vueltas alrededor. Me pidió que le dijera, una vez más, las palabras secretas; cerró los ojos y luego de caminar un poco se lanzó de rodillas sobre el suelo.

Aquí está, me dijo. Yo me acerqué por un costado y comencé a cavar. Habían profanado la tumba a través de un hoyo horadado en el concreto, detrás de la lápida. Sácalos, sin titubeos, me decía ella, son dos, y de cuando en cuando me regaba las manos, que tenía enguantadas, con agua bendecida.

Al fin agarré el primer amarre y lo saqué. Luego lo puse en una olla de aluminio. Como no podía encontrar el segundo, ella, con su mano desnuda, lo buscó a través del orificio; se está moviendo, este es el amarre más peligroso, está tratando de esconderse, me decía, haciendo esfuerzos por encontrarlo.

Luego de un instante su mano salió del agujero con el objeto, como una morcilla tétrica, aferrado con firmeza. Lavé su mano y su muñeca con el agua bendecida. Guardé el segundo amarre y comenzamos a salir. Los sepultureros y vigilantes estaban fumando en la puerta. Nos bendijeron al irnos.

Salimos del pueblo y anduvimos llano adentro media hora. Debajo de un puente le prendí fuego al mal, encerrado en la olla de aluminio, usando para ello alcohol consagrado. Encima de las flamas yo resoplaba el fuego divino, que se desprendía de las oraciones que pronunciaba sin cesar.

Las llamas vociferaban con furia, saliéndose de la olla, desparramándose por el suelo, tratando de morderme a mí o a la muchacha. El suelo, de polvo y piedra, a la vera del río, no le daba sustento. Las llamas, desesperadas, nos amenazaban; la muchacha mantenía sus ojos fijos en el mal.

Su mirada era intensísima; no era furiosa ni violenta. Su mirada estaba llena de amor místico. Yo arrecié las oraciones. Una presencia fragante, que nos cimbró con el perfume de su santidad, se manifestó sobre las llamas; oímos su voz, la voz de una mujer, y las llamas se constriñeron, amedrentadas.

Entonces lo vi. Era la cara del hombre que había pagado para destruirme. Cuando vi su rostro aferrado por el fuego no sentí odio. Ni miedo. Una compasión inusual se levantó desde mi corazón. Pedí que su espíritu, el de la tumba y el mío, fueran desenlazados. Lo perdoné.

Y si bien ese perdón también me sorprendió, pues no lo prefiguré, ni lo deseaba, luego de pedirlo la presencia espiritual de la mujer sagrada se intensificó aún más; entonces las oraciones sonaron en su voz bendita y de la olla salió una llamarada negra, espesa, que se extinguió pronto.

Oramos para dar las gracias por más de una hora. El río nos arrullaba con su rumor calmado de piedras y el atardecer, despejándose desde la sierra, extendiéndose hacia el horizonte delineado, parecía hablarnos de Dios. La muchacha se arrodilló a mi lado.

Una vez más tomó una de mis manos. Me habló con su serenidad infinita y me hizo saber que sólo restaba una cosa. Yo tomé la olla con unas pinzas y vi dentro. Las figuras diabólicas que habíamos desentrañado de los amarres ya no estaban. La ceniza estaba callada, apisonada, estéril.

Me levanté y la muchacha caminó a mi lado hasta la orilla. Lancé la olla con las cenizas dentro. Entonces la algarabía de los pájaros ya no me habló de ninguna tristeza o dolor. Otra vez escuchaba su música y la vitalidad gozosa de sus sonidos.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

El retorno de los ameritas. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

La muchacha. Por: Nicolás Castro. (Bogotá-Distrito capital)

Extraño. Por: Nicolás Castro. (Bogotá, Colombia)