Los años de la bruma. Por: Nicolás Castro (Bogotá-Distrito capital)








Llovió durante tres años. La lluvia, de tan tupida y helada que caía, nos cubrió con su sombra. Tuvimos que soportar el castigo de la oscuridad y las aguas incesantes hasta más allá de nuestras fuerzas.

Y fueron otras fuerzas, mucho mayores a las nuestras, las que nos libraron. Aprendimos a vivir en piedras cúbicas, refractarias a las corrientes y a la lluvia, en donde ninguna gota podía entrar.

Lo último que cedió ante la luz fue la bruma. Espesa, como nata gaseosa, fue lo primero en venir. Flotaba sobre los campos y devoraba las figuras. No había cómo detenerla y pronto nos paralizó, pues no nos dejaba ver nada.

Se hizo imposible trabajar, sembrar o viajar. Atesoramos toda la comida que pudimos. Tuvimos suerte porque luego, cuando llegó la lluvia, las aguas arrastraban la tierra y los edificios; sólo las piedras cúbicas se sostenían.

Desarrollamos muchos artilugios en ese tiempo. Pero todos fueron olvidados cuando fuimos libres. Primero abandonamos el uso de los zapatos estriados, que nos hacían ver como flamingos sobre los pantanos y lagunas.

El viento, que llegó antes que la luz, empujó la lluvia, desviándola de su curso, lo que abrió, por fin, vetas de tierra firme. Pronto abrimos verdaderos caminos y las canomotos acabaron apiladas en los almacenes y vertederos.

La luz inundó el mundo abrumado por las aguas y secó sus excesos. Nos libramos de los paraguacascos y de las bocinas de oxígeno. Pero la bruma se resistía. Entonces tuvimos que inventar unas aspas capaces de flotar sobre sus cúmulos.

La bruma iba y venía y el mundo cambió con ella. Los días soleados eran motivo de fiesta. Las torres de piedra, como agujas invencibles, se estiraban hacia el firmamento, cada vez más alto, lejos de los movimientos de la bruma.

Los jóvenes inventaron una nueva forma de declararse su amor. Subían a las distantes puntas de las torres e izaban allí banderas con los colores de sus amados o amadas. Las telas ondeaban siempre visibles encima de la niebla.

Cincuenta años después la bruma dejó de venir. El mundo ya no podía volver a ser el mismo, e incluso las viejas cosas que volvieron a usarse parecían distintas, pues a los ojos de quienes conocieron los años de la bruma resultaban novedosas.

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