Aparición. Por: Nicolás Castro. (Bogotá-D. C.)


Abstraída en la aparición de los caracteres, en la sucesión, uno a uno, de los símbolos que sus manos digitan prestas y delicadas, no concibe la distracción y por eso no la permite. Destellos de luz, uno por uno, hora tras hora, sin que pueda detenerse, pues sólo desea trabajar, para no atrasarse, para ganarse el sustento, para no ser una mala empleada, otra más entre tantas. Su estómago se revuelve; toma, sin despegar los ojos del cuadro lumínico, tres galletas de su bolso que cuelga del espaldar de su asiento. Una por una en su boca las galletas. Mastica y traga, no las quiere saborear. Quiere aplacar el movimiento y el ardor para poder continuar.

La puerta de la oficina se abre y ella no mira. Puede ser cualquiera. Puede venir por cualquier cosa. No importa. Sea una orden, sea un saludo, sea una mirada furtiva, sólo contestará a lo que deba contestar, lo importante es no parar. Pero entonces la puerta del baño también se abre. Ella se distrae por un segundo, pero no levanta la mirada de la pantalla. Tampoco se mueve de su asiento. Sus manos permanecen quietas, las yemas de los dedos sobre las teclas.

Una ventisca sosegada se cuela a través del marco abierto. Es eso, piensa. Pero el viento no cesa. Sopla y sopla y ella, al fin, levanta la mirada; no hay nadie y más allá de la salida de su estrecha oficina no se observa ninguna ventana abierta, ninguna otra puerta liberada. Se pone en pie, camina hasta la entrada y observa afuera. No hay nadie. No hay nada. Ni una sola abertura para que aquel viento que llegó entrara.

Cierra su puerta. Vuelve hasta su baño. Adentro, arremolinado, el viento le susurra. 

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