La balada del sur. Por: Nicolás Castro. (Bogotá-Distrito capital)
Cuánto
la amaba yo es algo inenarrable y cuyo relato no podría pretender organizar en
una sucesión de palabras escritas con un orden lógico. Antes, más bien, me
vendría mejor entrar en estado de trance y declamar, a los gritos, el más
desgarrador y críptico de los poemas, declamándolo con una cadencia tan triste
que todos al escucharlo, sin falta, rayaran una profunda herida en sus corazones,
para acordarse de cuando escucharon la balada del sur, escrita con las lágrimas
de su protagonista y narrada por primera vez con la voz de ella, quien, al
entonar su canto a los cuatro vientos, tenía todavía cimbrando en sus palabras
el estremecimiento del más grande dolor. Porque lo que sí puedo decir es cuánto
me dolió perderla. Incontables serán las noches en que todavía la recuerde y
todavía me hiera; seguramente será el número total de todos mis días el que
cifre el final de mi duelo por su partida.
En
nuestros sueños también entraba la neblina; los cúmulos arqueados de vapor
profundo se desprendían directamente de la luz, como si los rayos perdieran su
cohesión al entrar en nuestras conciencias. La luz evaporada ascendía hacia el
vacío celestial, empujada por el torrente de los muchos vientos reunidos, y en
el caudal translucido yo distinguía su rostro, luego de encontrarme con los
fantasmas que nos perseguían, luego de desviarlos con las adivinanzas que yo
les hacía y que ellos no podían contestar y entonces, al fin, me encontraba con
ella, como si fuéramos los personajes de una fantasía irreal que guardaba
correspondencia con dos seres de carne y hueso, reales, condenados a
interpretar sus papeles en la vida real, la cotidianidad, el martirio de todos
los días. Porque era un tormento para nosotras no poder nombrar lo que
sentíamos en todo momento de la misma manera; no queríamos ocultarnos, no
queríamos decir que no cuando todo nuestro ser exhalaba un rotundo sí.
Ambas
supimos siempre cuál era la verdad, a pesar de que ninguna de las dos pudo
decirlo. Sabíamos, en el transcurso gozoso y místico de nuestros días juntas,
que un cambio muy pequeño en nuestras vidas bastaría para alterarlo todo.
Sabíamos que si alguna de las dos se iba del salón de clases o del barrio, entonces
se abriría un abismo; y aunque estábamos seguras de querer cruzarlo, ¿lo
seguiríamos cruzando luego de haber soportado la cotidianidad de su gravedad y la
persistencia de los remolinos que se tienden sobre la nada? Luego de haber
sorteado una y mil veces las grietas del precipicio, los agujeros en donde todo
puede caerse, pero de donde nadie consigue levantarse. Esa pregunta nos
precipitaba hacia el interior de la otra y, por eso, nos conocimos tan
hondamente que en verdad pudimos transformarnos para bien. Nuestro amor nos
hizo madurar, nos tocó en lo más hondo e íntimo de nuestros ser e hizo que ese
ser nuestro se desplegara, abriéndose a la vida con todo su vigor,
disponiéndonos a atravesar nuestras venturas con una sonrisa radiante sobre los
labios.
A
las sombras nos entregábamos, y en las sombras le dábamos a nuestro amor todos
sus nombres, y en nuestros refugios lo modelábamos para hacerlo tan poderoso y
vertiginoso como fuera posible, y también a la sombra conseguíamos el sosiego,
para descansar de la intensidad del amor que nos enloquecía; y las sombras
proliferaron como las estrellas en el cielo oscuro, y nosotras incendiamos las
alturas para que debajo de las llamas hubiese más sombras, unas que tuvieran
una envergadura tan grande que pudiera ocultar el inmenso amor que habíamos
cultivado en todos nuestros escapes.
Yo
había aprendido a tejer desde niña; tejía nuestros abrigos y nuestros gorros, y
dejaba escritas en las hebras y en los nudos las canciones que cantábamos
cuando estábamos juntas. Cuando supimos que íbamos a separarnos para siempre,
luego de que nuestros protectores supieran todo, le regalé todos mis tejidos y
ella me devolvió todos los que yo le di desde que nos conocimos.
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