El taller de artes. Por: Nicolás Castro. (Bogotá-Distrito capital)
La señora Martina siempre se recuesta sobre el mostrador, hasta montarse sobre él, cuando va a tocar la campana. Sucede que le da pereza dar la vuelta alrededor, pero no es una pereza normal, sino un enorme y enmarañado fastidio, que la domina, y que es una cosa inusual en ella, que suele ser diligente y obediente para todo lo demás; la directora de la escuela, la señora Mirta, le ha dicho que no haga eso, pues podría lastimarse la espalda, pero a la señora Martina le da demasiada pereza dar la vuelta por lo que, aunque odia desobedecer a su jefa, en esos casos —en los cuales debe dar la señal— lo hace y, con los pies en el aire, tañe el metal y lo cimbra, haciendo que la campana arroje sus vibraciones a través de las galerías y los pasillos de la casona, la inmensa casa en la que el colegio funciona, atrayendo con sus sonidos limpios y agudos la presencia de una hermosa riada, que sólo se produce dos veces al día, pues en ese colegio las clases pueden durar toda la mañana o la tarde entera.
Luego del repiqueteo del metal los pisos de madera retumban y una miríada de cabecitas bien peinadas, y otras no tanto, y algunas tocadas con sombreros, y otras con gorras, se sueltan a andar sobre los tablones, haciéndolos repicar con sus pequeños pasos infantiles. Cuando pasan por la esquina en donde está el mostrador de la señora Martina, niñas y niños alzan los ojitos y saludan con sus sonrisas y con el iridiscente reflejo de la luz destellándoles en la mirada.
Y nunca son más felices esas miradas y los saludos que sus voces, dulzonas y serenas, pronuncian al caminar, que cuando dirigen sus pequeños pasos al taller de artes. Es cierto que todos los niños y niñas del colegio aman al profesor de artes, y también es cierto que él los ama a todos ellos por igual, sin distinciones, sin importar su talento o el empeño que ponen en sus clases; el profesor cree que no están bien los favoritismos. El taller, en lo profundo de la casona, tiende su volumen rectangular hasta el patio de la casa; los niños y las niñas, durante las clases en el taller, cambian de silla cada cierto tiempo y, conforme la clase avanza, se acercan a la claridad solar, que se abre entre las copas arboladas que rodean el patio de la casona, y que velan en parte sus rayos, amainando su intensidad en los días más soleados.
En el fondo, bajo la marquesina, las niñas y los niños toman la merienda primero, una vez ocupan sus puestos bajo la bondad solar; el profesor también merienda a su lado y, a veces, en secreto, en lugar de jugo de mora toma vino. Pero sólo una copa, pues el profesor es un hombre muy sobrio, al que sólo le gusta intensificar la alegría que le provoca la presencia de sus pequeños pupilos.
Las clases en el taller de artes comienzan cuando las niñas y los niños llegan y ocupan los asientos de la antecámara, en donde reciben las charlas, antes de pasar a las mesas de trabajo. Pero antes incluso de la charla sus ojitos de miradas brillantes se cierran, para oír en silencio, y sin mirar al mundo, lo que el profesor tiene para decirles primero; entonces él les habla de la imaginación, y de los universos que pueblan sus jóvenes mentes, y de los puentes que se tienden entre su vida interior y el mundo en el que todos habitamos. Hay que saber cuidar estos mundos, tanto interiores como exteriores pero, sobre todo, hay que saberlos explorar, les dice; la clase de artes, como siempre lo digo, son la devoción y la entera entrega a la imaginación, por eso, mis queridas y queridos amigos, respiren profundo, y dejen que su propio ser se desplieguen ante la mirada de su interior, y cuando se hayan afirmado en el asiento de sus corazones, abran sus ojos y dirijan sus miradas al gran transfigurador, para que observemos las imágenes de hoy. Entonces las niñas y los niños miran en dirección al transfigurador, y el enorme mueble es accionado por el profesor, que destraba sus mecanismos, para que las imágenes se sucedan.
En aquellas imágenes el fuego es fuego, y la carne es carne, y la luz y las sombras es, en verdad, destellos y oscuridad. Cuando el profesor habla sobre el firmamento nocturno, por ejemplo, la noche se hace presente, extendiéndose incluso más allá de la pantalla del transfigurador; el viento sereno de las sombras se cuela en el taller y la luz altísima de las estrellas se prende de la imaginación de las niñas y los niños que, absortos, contemplan, fascinados, las imágenes y su transfiguración; en el transcurso de una hora no hacen otra cosa que mirar y escuchar, y la fascinación erige portentos en su memoria, y el asombro cimbra en sus cuerpos la emoción que anticipa el momento de la creación autónoma.
Luego del transfigurador los niños y las niñas van a las sillas reclinables, para ser ellos los siguientes en hablar. Conversan con el profesor y, cuando la charla acumula suficientes aristas y giros, las niñas y los niños van a los escritorios, a consignar en sus bitácoras sus hallazgos e ideas, además de corroborar o indagar en los libros sobre cualquier otro asunto adicional.
Finalmente, llega el instante para compartir los alimentos y los estudiantes ocupan las bancas en el fondo del taller; el profesor y las ayudantes distribuyen las meriendas y, mientras endulzan el paladar o deleitan el estómago, continúan con la clase y discuten el ejercicio central a realizar. Luego de eso, aclaradas las mentes, tanto jóvenes como adultas, y dispuestas la imaginación y el deseo en la dirección correcta, fuera que estuviesen a punto de emprender un nuevo camino, fuera que estuviesen continuando uno que ya vinieran andando, los niños y las niñas —y el profesor también— se dirigen a las mesas de dibujo, o a los caballetes, y liberan sobre los lienzos o las páginas en blanco lo que sus imaginaciones estén anhelando verter o fraguar.
El colegio sigue funcionando con normalidad. Sólo los sábados y los domingos sus puertas se cierran. El resto de los días sus salones siguen destellando, con suma fuerza, alumbrando los contornos de su majestuosa puerta exterior, bordeada de torres y arcos, y que parece como si el propio viento se hubiese tornado en piedra.
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