El viaje de Su. Por: Nicolás Castro. (Bogotá-Distrito Capital)
El bus llegó. Esperé a que ellos subieran primero. Le me miró con sus ojos achicados por el peso de sus parpados saltones, como aguados por tanto alcohol bebido. Dal, el flacuchento feroz, sin mucho sentido del gusto, pero con un apetito siempre en ascenso, le dijo al conductor que nos dejase en la parada del cruce de caminos. Lo escuché decirlo desde la puerta, con uno de mis pies todavía colgando sobre el vacío, cuando el bus arrancó.
Le y Dal se sentaron dos asientos más atrás. No sentía deseos de viajar a su lado. No me vi obligado a ello, en todo caso, porque no había lugar. Me senté en el único puesto disponible, dos filas más adelante de ellos.
Los escuchaba hablar en voz alta. Sólo podían hablar de una cosa: su volátil deseo. Su escape preferido. Sexo, sexo, sexo. Todo lo que verbalizaban sonaba sucio. Y si me parecía que sonaba sucio era porque en mí resonaba así, en ese momento: sexo era el eco de mil charcos mal olientes sobre los que diez mil amantes insaciables se desdoblaban tratando de encontrar una nueva forma, algo distinto, una figura de placer que todavía pudiese llevarlos más lejos, más alto, o más profundo. Los escuchaba y sentía en mi boca aquel vaho asqueroso que mi mente se figuraba. La sexualidad tal y como ellos y como yo la veíamos. Cuando estaba con ellos, me comportaba como ellos, pensaba como ellos y hacía lo que ellos hacían. Era uno más, otro bruto que hablaba de sexo como si se tratase de la cosa más repugnante, a la vez que más deseable, en el mundo. Había aprendido todo lo que tenía que saber del sexo junto a ellos, y junto a otros hombres, mayores, y más perturbados que nosotros.
Por eso al oírlos y percibir esa suciedad fue como si me desdoblase. Yo viajaba con mi mente enardecida por un ardor invisible, llameando en mi humor; casi podía sentir el caudal de mi sangre, en mis venas, a lo largo de mi cuerpo, como anchos ríos, cuyo flujo cálido y latente, preñado de vida, producía un gozo paulatino, armónico, en la superficie de sus lechos. Estaba por completo absorto en una experiencia de placer onanística. Pero, porque nunca fui una criatura demasiado congruente, allí estaba, en aquel bus, viajando con ellos, luego de beber alcohol durante un par de horas, en un bar para niños de nuestra clase, a pesar del asco, a pesar de la contrariedad y de las preguntas sin resolver.
Le y Dal se pusieron de pie, pasaron a mí lado, y yo no lo noté en seguida, absorbido como estaba por la experiencia de mis sensaciones. En mi mente bullían con furia también una marejada de ideas implosivas. “¿Cómo podré pasar las horas, frente al escritorio, aburriéndome de muerte por un salario, cuando sé que además aquella labor monótona, absurda, enriquece a una persona de la que no sé nada, una persona que puede darle cualquier uso al producto de ese esfuerzo mío, sin que yo pueda ni siquiera conocer dicho uso?”.
Le pagó el bus sin que yo se lo pidiera. Supuse que esto se debía que habíamos juntado ya todo nuestro dinero, todo el que traíamos en los bolsillos esa noche, para saber con cuánto contábamos, y ese dinero reposaba en mi poder, oculto en mi chaqueta. Supuse que era un gesto: no pagues el bus, tú llevas todo el dinero, sólo encárgate de eso.
“Pero entonces no llevo todo el dinero”, pensé, al bajar, frente aquella puerta de metal, alta y fría, rectangular, atravesada por una luz azul de neón de tono intenso, que emanaba tras las cortinas que cortaban el paso de sus portones abiertos. No, por supuesto ellos habían guardado un poco, un poco de dinero con el cual habían pagado mi pasaje.
En la entrada, un tipo enorme de labios gruesos y mirada brillante nos cateó, manoseándonos con profusión. “¿Los habrá manoseado a ellos como a mí?”, me pregunté después, cuando corrí el velo y atravesé la puerta. Supuse que quizás el portero era homosexual y sólo se había aprovechado de la situación. Pero no tuve alientos de quejarme, me pareció hipócrita. Y esto fue así porque delante de mis ojos se revelaba el objetivo de aquel viaje en bus: mi concurrencia a aquel espacio triste y estrecho, lúgubre, en donde un sinnúmero de mujeres permitirían que las abusáramos a cambio de dinero, se debía al perverso deseo que traíamos colgando de nuestras tripas. La idea, que cruzó por mi mente, de repente me pareció estúpida. ¿Permitirnos? ¿Permitirles a Le, o a Dal hacer lo que quieren hacer? A ellos no les interesaría esto si ellas fueran las que dieran el permiso. Lo excitante de toda esa porquería era, precisamente, que ellas no podían resistirse; el chulo recibiría dinero si se resistían, y eso sería todo. Estaban obligadas a dejarnos hacer con sus cuerpos lo que nos viniera en gana hacerles. Esa era la verdad y, aunque me asqueaba darme cuenta de la verdad, me dejaba llevar, pues ¿quién a mí alrededor me decía que no? No encontraba los argumentos, todos los hombres eran así, ¿a cuento de qué iba a privarme yo de las libaciones que sólo podían ofrendarse sobre y dentro de un cuerpo vivo? Las mujeres prostituidas, a pesar de su desgracia, no reciben las consideraciones sentimentales de nadie. Están reducidas a una forma de esclavitud, a la vista de todos, y quienes deseamos servirnos de su desgracia, lo hacemos sin que nadie nos señale.
Si digo que era triste, debo reconocerlo, se debe más al estado de mis sentidos, por un lado, pero también, en definitiva, a la condición misma de mi existencia. Siempre viví callando lo que realmente pensaba, y sentía en el fondo de mis entrañas una disposición preferiblemente benévola. Sentía afinidad por las personas, aunque no fuese capaz de expresarlo. Sentía que lo que les hacíamos a las putas estaba mal, pero no me atrevía a ser congruente con mis ideas, y mucho menos a manifestarlo con mis palabras. Y en ese momento podía expresarlo menos, embotados como estaban mis sentidos por la experiencia. Por eso era triste todo aquello: porque todas esas mujeres estaban allí, supuestamente disponibles para mí placer, y cualquier otro monstruo como nosotros vendría, en cualquier instante, y las raptaría y yo, en realidad, no quería tocarlas, porque en el momento en el que entendí que ya estaba en ese cochino burdel de carretera pensé que, en realidad, lo que quería era hablar, hablar de una forma franca, directa, exponiéndome yo para, en el mejor de los casos, verlas expuestas a ellas de una forma distinta; pero eso no era posible, ninguna de ellas quería hablar, ya lo había intentado antes y era inútil, la conversación siempre se reduciría a lo mismo, “¿vamos a acostarnos?” ¿Vas a querer el servicio o no?” y es lógico que fuera así, pero también era triste, porque yo no quería violarlas, pero ellas no querían hablar y yo no me podía ir.
Todas estas cosas pasaban por mi mente, y yo permanecí de pie, allí, delante de la puerta, y una mujer con un cuerpo en el que todo se acentuaba apareció de entre el fondo indiferenciado de sombras, luces de neón, y más cuerpos, y me pareció una figura definitiva, cercana. Sus ojos redondos, delineados, me miraron fijamente, y de entre sus labios salió su lengua, en un intento provocador que antecedió a unas palabras que también trataban de estimularme, de excitarme.
Pero yo, en tal estado, no podía sentir nada de eso.
Le apareció detrás de aquella mujer voluptuosa. ‘Ven, ven, Su, ven que tienes el dinero de los tres, ven, vamos a pedir una botella, y vale noventa’. Yo agarré sus palabras como si fueran una soga, y los seguí. En Le siempre intuí, bajo la máscara redondeada de aquel joven cajero de banco, a un ser humano abrumado por la labor de entrar y salir, de encajar, de estirarse, de encogerse, de estar a la talla, colindante con unas emociones humanas, empáticas, que se condolían del horror que circundaba nuestras vidas, sin tocar, sin mancharse, sin tragarse la verdad, con el resultado de vivir en medio de una serie de contradicciones similares a las que yo advertía, como huellas, a lo largo de mi propio camino.
Caminé detrás de Le. Las siluetas y las manos de las mujeres se resbalaban por entre mis dedos, acompañadas de su sudor, de sus perfumes y de sus palabras, que insistían en instigar un furor que no sobrevenía. Llegamos hasta una mesa,
Una mesa cuadrada y resplandeciente,
Una mesa debajo de la cual había también luces de neón. Una luz verde y otra fucsia. Tres mujeres estaban allí sentadas, intercaladas con mis acompañantes, con sus redondeados muslos entrecruzados, y recordé las nubes viscosas, y sus ondulaciones gaseosas, sus cuerpos vaporosos, hostigados por las luces de la ciudad, haciéndolas parecer grandes melones fantasmales, tímidos, sombríos, que se elevaban hacia las alturas huyendo no sé de qué. Regresé al presente cuando Dal me tomó de la mano, jalándome, para que me sentara al lado de una de aquellas mujeres.
‘Hola, ¿quieres tu show de una vez, o nos tomamos un traguito primero?’, me dijo ella al oído, cuando caí a su lado.
De repente sentí en mi garganta un ardor. El ardor se extendía hacia mi estómago, y dentro de mi vientre había un reclamo. Un grito que reclamaba más placer. No era excitación. No era deseo carnal. Era deseo de violencia. Lo vi, por fin, con toda claridad: Allí siempre fui con la misma intención velada, pero nunca antes lo pude ver; siempre deseé la oportunidad de lastimar a una de esas mujeres con total impunidad. Y es que ¿qué otra cosa quieren los hombres de una mujer prostituida? Puedes canalizar tu deseo de violarla en el sexo, pero lo cierto es que deseas violarla, deseas matarla. Dal me miraba con ojos de niño hiperestimulado, aguardando mi respuesta. Yo no quiero nada, dije, con una mueca de odio. Jamás me acosté con una prostituta. Siempre fui el amigo que se quedaba medio borracho en la mesa, mientras los demás fornicaban y calmaban sus apetitos y ansiedades, los mismos que no podían aplacar por sí mismos, ni en los cuerpos de sus novias, ni en los de sus amantes. Unos muchachitos demasiado confundidos, demasiado atiborrados de ideas calientes, demasiado asustados, demasiado ávidos de una vida emocionante, pero sin la creatividad para conseguirla. Unos niños con dinero en los bolsillos, una mente estrecha y retorcida y hambre, mucha hambre.
‘Tomémonos un trago primero’, dije, de repente, mirando a la mujer, que tenía una mueca de fastidio. Pero en mi mente volvía aquella idea. “El mismo dinero que Le, y que Dal, gastan aquí, el mismo dinero que yo tengo en mis bolsillos, y que también es mío, viene de gente como yo: gente que no quiere vivir una larga y aburrida vida, pero que la viven, con la esperanza de reunir los requisitos para, quizás por un golpe de suerte, o quizás por el despertar de un don inadvertido, dormido, o tal vez por una simple idea que revolucione todo a su alrededor, al fin poder vencer el tedio y alcanzar una vida llena de las plenitudes prometidas desde la niñez, plenitudes que se van apagando, desecadas en esos pantanos largos y profundos de la semana, y la cadena de días, la labor, el dinero, siempre el dinero, siempre condenados a trabajar para tener dinero para no trabajar, la tautología final, el sinsentido máximo, y todas aquellas almas parecidas a la mía se perderían, y unos niños afortunados seguirían gastando aquel dinero reunido en unas pocas manos, por el azar, por un azar fatídico e inmisericorde, y todas esas esperanzas se quemarían allí, para regresar luego en un ciclo que no tendría fin; otros desgraciados vendrían, y otras mujeres desgraciadas serían devoradas por su desazón”.
Alcé la copa por lo alto, y me tragué su contenido, que pasó por mi garganta recordándome que yo también quería ser líquido que atravesara gargantas, con igual empuje quemante, con igual violencia enconada. Miré a aquella niña atiborrada por su propia carne, y por sus anhelos, y por sueños que yo no podía desentrañar, y sólo pude ver una tristeza que en ese momento explotó en mis ojos. ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué no era posible encontrarnos de verdad? ¿Por qué este maldito mundo insiste en poner un cuchillo en nuestras manos? Sí, una parte de mi quería violarla y luego arrojar el dinero sobre su vientre. O tal vez era sólo el desprecio que sentía por mi vida, y quería apagar mi dolor haciendo que alguien más sufriera por mí. Lo cierto es que al mirarla sólo pude lanzar mis manos hacia sus piernas, y las abrí, sin que mis acompañantes aún lo notaran, y hundí mis dedos sin pedirle permiso, casi a la fuerza, pues ella trató de resistirse, por entre sus muslos, en su carne, blanda e hirviente, y en el interior de su vulva viscosa mis dedos se encontraron con aquel frío, aquella tristeza, y ya no sentí más deseos de agredirla,
Pero era tarde para arrepentirse.
El enorme tipo de la entrada ya estaba encima de mí y no quiso aceptar el soborno, no quiso recibir un pago por el dolor de la puta, porque la puta era su prima, y porque él no iba a venderse como ellas y yo tenía que pagar un precio más caro, el precio que sólo se paga con el cuerpo.
Agradecí sus golpes, agradecí sus insultos, agradecí entregarle todo el dinero. Le grité a Le, cuando me patearon a la calle, ‘no se preocupen, estoy fastidiado, me iré caminando, quédense y hagan lo que quieran, ya saben que nunca me ha gustado mucho este moridero’. Vi a Dal a lo lejos, parado junto a la puerta, con una de esas muchachas aferrada entre sus garras. Le me gritó: ‘¿estás seguro, Su? Mañana hablaremos’. Ellos en realidad no entendían qué me pasaba.
Aquella tristeza era la misma tristeza muda que había visto el día anterior, en los ojos de alguien más. Desde la pequeña ciudad en la que vivía viajé a la gran ciudad, pues tenía una cita muy importante, una cita que me prometía ilusiones leves y otras no tanto. Días antes un amigo mío me lo había anunciado: De, la hermosa De, hermana de un conocido en común, y que vendía drogas (no por necesidad, sino por el placer de hacer algo prohibido), había traído un polvo nuevo, una resina fina, de granos diminutos, impregnada con un compuesto magnifico capaz de encender el espíritu más adormecido.
Cuando me bajé del bus que me llevó hasta la avenida frente a su edificio, llamé al teléfono de De, y ella me contestó con su voz grave, femenina, alegre a la vez que lánguida: ‘¡Hola Su! sube, te espero arriba, dejé las llaves debajo de la matera junto a la puerta’. Colgué el aparato celular, crucé una enorme avenida surcada por innumerables vehículos que, sin embargo, se habían detenido por la luz roja de un semáforo.
Alcancé la fachada del sobrio apartamento de edificios. Encima, el sol incandescente irradiaba con furor sus ases amarillos. La puerta era un portal de piedra lisa, gris, calmada, templada, callada. La puerta era de madera con refuerzos metálicos. Abrí la puerta del edificio y una serenidad silenciosa se derramaba por las escaleras, como una cascada intangible que era apenas una intuición. Aquella sensación se reforzó cuando dejé que la puerta se cerrase a mi espalda, llevándose todo ruido exterior. El edificio de apartamentos se me figuró como una enorme torre inexpugnable.
De estaba parada junto a la puerta de su apartamento, cuando al fin alcancé su piso. Su rostro, marcado por años de fiestas desenfrenadas, por demasiadas angustias, pero al fin un rostro perfecto, hermoso, que sólo dejaba adivinar aquel paso del tiempo por unos velos en su mirada, y unas tímidas arrugas en el reborde de sus parpados, me recibió llenándome con una especie de anhelo frustrante, que nace de la certeza de lo imposible, y que es lo que sucede en quien observa a una persona que en otro tiempo, o en otra vida, pudo significarlo todo.
‘¡Hola Su!, pasa, ven, ¿vienes por lo nuevo, verdad?’, me dijo, con voz animada, y yo me sentí contagiado de su entusiasmo y le dije, ‘sí, vengo por eso, me han dicho que es increíble, y de verdad necesito algo que me despierte, quiero algo fuerte… algo…’, pero me callé, y pensé que ella lo intuyó: todo lo que ese silencio callaba, y en sus ojos resplandeció aquella tristeza, la tristeza de una persona magnifica, detenida en el tiempo, atrapada por una vida perfecta. Ella era una presencia sublime, y eso era tal vez lo que la alejaba de todos: su elegante majestad, que la hizo parecer siempre demasiado buena, demasiado mala, demasiado sofisticada, demasiado inalcanzable.
Permanecí de pie, en medio de la sala del primer piso del apartamento de De. Ella reapareció, luego de subir unas escaleras de caracol, con una bolsa pequeña en sus manos. ‘¿Quieres una probada?’,
Y esa probada se extendió, desde ese momento, hasta el día siguiente, y hasta la noche siguiente, y aún bajo las nubes viscosas, y aún con mis dedos clavados en la vagina de la muchacha que se suponía, estaba para satisfacer incluso mis deseos más inconfesables, y aún después, expulsado, aquella probada seguía llameando su efecto en mi sangre,
Y emanando de las sensaciones que me producía aquella sustancia, seguía quemándose en mi conciencia la pregunta, la incontestable pregunta, mientras alternaba mis pasos sobre el polvo, junto a un largo camino por el que pasaban pocos carros ya, destellando sus luces en medio de las sombras. Recordaba a De, aquella mujer magnifica, atrapada por sus vicios como todos nosotros. Pero ella estaba allá, segura, en su torre de piedra y cristal, guardada por su marido. “¿Y yo, cómo voy a vivir una vida pagada a cuotas, para que alguien a quien no conozco se enriquezca a costa de mi pesadumbre, y de mi esfuerzos? ¿Yo también soy una puta a la que abusan, y a la que encima le roban el fruto de sus esfuerzos? No, si bien es verdad que a mí me roban el fruto de mis esfuerzos, todos los días, lo cierto es que lo que obtengo, al menos, no lo gano entregándome enteramente, poniendo mi cuerpo; yo no soy abusado como ellas, las putas son más tristes que yo, porque ellas se ven obligadas a aceptar lo insufrible. Ellas tienen que aceptar que las violemos a cambio de dinero. No hay nada peor que eso, no. Y, sin embargo, ¿es consuelo saber que no estoy en el fondo del abismo? No, claro que no, ese no es ningún consuelo, entonces ¿qué voy a hacer? ¿Cómo podría romper este ciclo sin fin, escaparme, al fin, a un lugar en donde nadie viole a nadie, en donde no me enseñen a matar para sobrevivir, en donde no tenga que morirme en vida para seguir existiendo, sin existir?”. Dentro de mi conciencia las preguntas resonaban, al son de los sonidos de las piedras y los granos de tierra y arena, que crujían aplastados bajo mis suelas, mientras mis ojos estiraban su mirada hacia aquella noche de nubes trémulas, alumbradas desde abajo por el brillo de la gran ciudad, la ciudad de los infinitos pecados.
Comentarios
Publicar un comentario