Hermanos. Por: Nicolás Castro. (Bogotá-Distrito Capital)
La cólera sorda y áspera de la multitudinaria canción se apagó abruptamente, trazando en el aire una hendidura, un espacio abierto como una herida, una inquietud que azoraba el corazón de los guerreros. Ferney, alertado por el silencio cortante, asomó los ojos sobre el muro derruido con sorpresa, anhelado el retorno del traqueteo seco que escupían los cañones. Emilio, que también se extrañaba del repentino mutismo de los fusiles, aprovechó la tregua inesperada para arrojar de la recamara de su propio fúsil la caja vaciada, para reponerla por un cargador henchido de balas.
— En ese momento yo me
trepé a la tapia y vi, sobre la arena y el polvo, el cadáver de un campesino al
que mataron cuando trataba de volarse. Luego miré calle arriba pero no se veía
a nadie.
—Y yo estaba del otro
lado de la calle, detrás de la casa, y me acuerdo de eso porque cuando atravesé
ese rancho lo primero que vi fue a ese campesino muerto tirado en medio del
camino destapado.
—Y yo lo vi a usted
cuando salió, antes de que me viera, y si no fuera porque me quedé sin
munición, le hubiera dado plomo no más verlo.
El bulto del cuerpo se
alzaba sobre la arena impúdicamente, su piel y sus ropas rasgadas,
descubiertas, laceradas por las balas, exhalaban un aroma crudo y afligido.
Desde las alturas, descendiendo en elegante picado, un pájaro rojo y negro
aterrizó livianamente sobre la espalda ensangrentada. Mirando a un lado y al
otro, el emplumado viajero advirtió a un hombre asomado sobre una pared
ahuecada, mirándolo fijamente. Su instinto de superviviente le ordenó el vuelo.
Como advertido por la huida alada, Ferney retrocedió tras el muro, poniéndose a
resguardo.
—Pero yo no entiendo
una cosa, si usted tenía el fúsil cargado, ¿por qué no me mató?
—El fusil se me
encasquilló…
—No hermano, pero usted
sí muy de malas, el único al que se le tranca un AK-47…
Emilio abandonó el
patio en el que lo había sorprendido la interrupción del combate. Luego de
asegurar en la recama de su arma la primera ráfaga de balas, avanzó
cautelosamente por entre los arboles de mango, descansando con cuidado la suela
de sus botas de caucho entre las piedras y la maleza. El patio parecía
descuidado, tal vez la casa había sido abandonada hacía un buen tiempo. La
puerta que daba acceso al interior estaba abierta y, al entrar, lo primero que
vio Emilio fue una escena monstruosa; una mujer abierta en canal y sus dos
hijos degollados a sus pies. Más adelante estaba la cocina, hasta donde no
llegaba la sangre, por lo que Emilio se movió rápido, dejando atrás el
estremecimiento que le provocaron los cadáveres; al entrar en la cocina vio que
había algunas hojas de papel regadas por el suelo, una caja de madera rota y
algunos madejos desperdigados en un rincón. No había más que una olla vieja de
aluminio sobre el fregadero. Emilio continúo avanzando y al salir de la cocina
entró en una sala vacía excepto por una silla destrozada que estaba tumbada
junto a la puerta que daba al exterior, a la calle. Las ventanas estaban
selladas con tablones, clavadas a la pared con puntillas que se erigían
dolorosamente sobre la superficie agrietada, herida, de los muros. Muy despacio
Emilio giró la perilla de la puerta, que tampoco estaba asegurada.
—Yo estaba a punto de
arrancar para el centro del pueblo, calle arriba, cuando vi al frente que la
puerta se abría y lo primero que asomó fue el cañón de su AK, luego su mano, un
brazo, y ya cuando cogió confianza lo vi a usted ahí parado, esperando.
—Yo había perdido
contacto con el resto de mi escuadra. Terminé en ese patio cuando estábamos
intentando rodearlos a ustedes. Pero como dejaron de sonar los tiros ya no
sabía bien para dónde coger.
Con la agilidad y la
violencia de un homínido carnívoro al que se le ha inculcado la fe de la
sangre, la fe de la sed lujuriosa de un cuerpo que quiere devorar a otro
cuerpo, Ferney se lanzó a la carga sobre su presa, las botas de cuero restallando
primero contra el ladrillo partido del muro y luego sobre el suelo polvoriento.
Cortando el aire por lo alto la hoja metálica viajaba voraz, añorante de la
blandura de la carne. A toda marcha las piernas de Ferney daban zancadas
veloces; su pecho se contrajo reteniendo el aire que absorbiera en una sola
bocanada; sus sentidos se tensaron apuntando a su objetivo; sus instintos se
afilaron, azuzados por la brutalidad que lo empujaba a arremeter sin piedad.
Emilio sólo tuvo un par de segundos para ver al paramilitar brincar sobre la
tapia, enfilando hacia él con un machete alzado sobre su cabeza. El guerrillero
apuntó su fúsil, apretando el gatillo; el mecanismo trabado no obedeció la
orden a tiempo.
—Cuándo lo sentí
encima de mí ya no supe qué hacer y hubo un momento en que se me puso en blanco
todo.
—Yo en cambio estaba
embaladísimo y yo creo que ni disparándome me hubiera podido frenar, al menos
el primer viajado.
—Ese primer viajado
suyo, que me cortó la piel como si fuera de barro, fue lo que me despertó otra
vez; la bronca que me daba que un hijueputa paraco me matara fue lo que me dio
fuerzas para intentar darle la pelea, aunque ya estuviera jodido.
El enorme
cuchillo bajó saboreando con anticipación la tierna superficie hacia la que se
dirigía su mordida, paladeando el sudor primero, después el sabor metálico de
los fluidos bajo la piel, chorreantes y escandalosos. Ferney compartía aquella
voracidad. Desde su boca seca, un hilillo escarlata escurría. Cualquiera
hubiese dicho que esa línea de sangre acusaba unos labios rotos. Pero ese rojo
no era suyo, y lo que denunciaba era el siniestro trago que Ferney bebiera,
instantes antes, al servirse de las heridas abiertas de su última víctima.
—A mí lo que me
envalentonó más fue ver que usted se revolcaba en el suelo, con el cuello
abierto ya, y que no sonaran tiros de su fúsil.
—Hijueputa, yo con ese
fúsil encasquillado no podía hacer nada, pataleando a ver si me lo quitaba de
encima.
—No mijo, a mí en ese
momento sólo me paraba matándome.
Poseído por el
salvajismo que se apoderaba de él cuando el aire se empantanaba de gritos,
amenazas, órdenes, alaridos, disparos y explosiones, Ferney subía y bajaba,
empujando delante sus sanguinarios golpes, abriendo la espalda, un brazo y
luego una pierda de su enemigo mortal. Su lujuria homicida reclamaba con cada
penetración del cuerpo ajeno, odiado, deseado, otra arremetida más, la potestad
de dar la muerte, de estrujar una vida humana. Emilio, que giraba sobre el
suelo intentando esquivar la andana de tajos, golpeó con la culata de su fúsil el
suelo al volver a poner su espalda contra la arena y, exhalando su último grito
de guerra, apretó de nuevo el gatillo. Sobre la boquilla los fogonazos
anticipaban la salida de las balas que Ferney recibió una a una como puntadas irrefrenables.
Su cuerpo despedazado por las agujas de fuego, gruesas y atroces, giró en el
aire sosteniendo aún en su mano derecha su arma borracha de sangre.
—Yo mismo no esperé
poder matarlo, ya me tenía abierto como un marrano en la faena, pero el arma se
destrabó cuando pegó en el suelo.
—Yo la verdad no sentí
los tiros, pero los escuché, y con la pierna derecha partida en pedazos, el
vientre y el pecho reventados a balazos, ya no pude hacer nada y me fui al
suelo.
—Yo ahí tirado, ya sin
alientos, lo vi caer, y escuché cuando el machete golpeó contra las baldosas
del antejardín de la casa. Con la garganta abierta no podía respirar,
desangrándome me ahogué.
—Los tiros a mí me
estallaron los pulmones. También me asfixié. El brillo del cielo se me perdió
detrás del aire que ya no alcanzaba a inhalar.
Desnudos, en medio de
la oscuridad, los hermanos se vieron por primera vez. Cualquier ofensa quedó
saldada. La amargura y el dolor por la violencia sufrida parecían atenuarse
ante la hermandad que la muerte, asestada y compartida a partes iguales, les
regalaba.
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