La punketa. Por: Nicolás Castro. (Bogotá-Distrito Capital)

 


 

El cielo se venía abajo y yo lo miraba descascararse mientras me reía. Mis ojos apuntaban al abismo celestial, inmenso y lleno con toda la luz del sol, que me hacía pensar en todas las promesas de un futuro brillante. Ilusiones perversas preferiblemente pronunciadas por las bocas de los profesores. Pero de los papás también. Todos los días me cuestionaban y me pedían sonreír. Y a mí me daban ganas de vomitar sus intenciones, porque siempre estaba segura de la maldad, siempre la olía a lo lejos, antes de que me clavaran sus colmillos por la espalda. Yo sólo sonrío cuando miro a los ojos a la oscuridad. El resto del tiempo pongo mala cara, para sacarles la piedra y obligarlos a dejarme en paz. Yo no vine a este mundo encima de una cuna de oro, la mía era la cuna de las ratas. He venido a pelear y hasta que llegue el día final voy a patalear.

El otro día estaba con una de mis amigas. Nos encontramos debajo de un palo de mangos. Comíamos fruta para que el aguardiente supiera mejor y nos pegara más duro. Yo le hablaba de los acontecimientos de los últimos días.

*

Habían sido más de sesentaicinco kilómetros socia. El toche ese dejó atrás a todos los que pudieron cruzar el páramo de Berlín con él. De aquí pa’lante cada quien va por su lado, les dijo a sus compañeros de camino, antes de adelantarse. La mayoría bajó o muy cascado o demasiado débil. Había un grupo en el que llevaban a un enfermo. Pero él se adelantó, en realidad, para alcanzar al hermano. Yo lo conocí hace dos noches en el Parque del Agua. Me había agarrado con mi novio y con los amigos de mi novio, ellos son del once B de mi colegio, por eso no quise salir con nadie el viernes. Me tenían arrecha hablándome mal de mis compañeros del A y, además, yo sé que a ese pirobito de mi novio le gusta mi amiga Diana. Tampoco quise salir con nadie más que no fuera del colegio, quería irme sola para estar tranquila, sin que los videos de nadie más me jodieran la noche.

Quería una pola, punksito, un buen porro y echarme por ahí a pensar y a ver gente pasar. Pegué el primero, en la azotea le di candela y salí. Agarré a caminar con el celular dándole al punk. Estaba toda loca y caminé tanto que llegué hasta la salida para Cúcuta. Estando ahí fue que se me ocurrió ir para el Parque del Agua. Todos los venezolanos están parando ahí y yo dije bueno, amigos, quiero mi veneno y lo quiero nuevo, desconocido, y de pronto un poquito desolado, para que esté más durito. Quería un mancito bien tostado —al que el sol del páramo le hubiese encandelillado el cerebro—, que viniera con rabia, que no quisiera quedarse, que sólo quisiera un dulcecito. Me compré dos póker y empecé a darle la vuelta a la esquina del parque. Pero sólo me encontré con niños, gente mayor y dos ancianos. Es decir, con nada.

Viéndome frustrada alcancé a pensar en llamar al bobo hijueputa de mi novio. Pero me quedé quieta, pensando. La traba no me dejaba pensar bien. La avenida estaba llena de mulas y de carros haciendo ruido, de malparidos en motos destartaladas, con cuchillos o pistolas en las manos, o con nada, o con la seña de la pistola enredada entre los dedos, y la maldita avenida también estaba llena de flotas amuradas de pasajeros despellejándose el alma por cuatro centavos, y de gente gritando o llamando al cliente, al vecino, al bruto que no sabe manejar, y de gente peleando o encontrándose, y junto a la calle, en la acera, dos venezolanos estaban dándose un abrazo, una pareja caminaba de la mano y un hombre decía un te amo, dos manes se partían la madre a trompadas y una mujer estaba pidiéndole matrimonio a otra mujer; y al terminar de recorrer el pedazo de avenida y la acera fue que lo vi, ahí no más, viniendo ligero, trotando como un novillo arrebatado, aquí lo tengo en una foto, véalo, el venezolano que yo quería. Llegó solo por lo mismo que le conté, cuando bajaron del páramo agarró a trotar y a caminar rápido y dejó atrás a todo el grupo que venía con él. Le escuché decir a un viejo que era el primero que llegaba ese día. Eran más de las dos de la tarde.

Me senté en el andén a esperarlo. Cuando lo tuve a tiro le dije “hey punk, ¿tiene sed?”, y no fue como con esos tontos de mi colegio que se quedan mudos, no, mi venezolano me contestó ahí mismo, bueno mami, sonrió y se sentó conmigo. “¿Qué estás escuchando?”, sonaba Sin Patria y le di un audífono para que oyera, “no la conozco”, me dijo y me gustó la sinceridad, pero me iba dando un bajón que no supiera de música, le abrí la pantalla para que mirara la playlist y se reivindicó dándome una perorata de todas las bandas que conocía, de los temas que le gustaban y yo, sintiendo que la vida me volvía a la vida y que el cuerpo se me llenaba de piquiña, le pegué su beso y mi tío, más que manilargo, muy confiado, sereno, pleno, se dobló encima mío y nos besamos, largo, suave y duro, hasta que la oscuridad nos arropó y pudimos pasar a lo que yo quería, porque de ahí me lo llevé para el apartamento de mi madre.

Le dije que sólo le podía dar posada por un día, por mi madre, y todo el sábado le dimos a los tragos y a la vareta; mi punketo venezolano sabía de música y no tuve ni que pedirle que pusiera nada, me mostró unos temas violentos de bandas de Venezuela, de Argentina y de España. Por supuesto tiramos como diez veces porque lo hacía delicioso y, además, así, yo sentía que tomaba el impulso para resolver lo del malparido de mi novio.

Hoy domingo yo me desperté con nauseas, pero no quería que se diera cuenta, así que me aguanté. Eso sí me tocó darme una ducha como de una hora, después de él, que se bañó primero. Cuando salí mi venezolano se había vestido y tenía la maleta hecha. Olía muy bien. Le dije que si quería que fuéramos a desayunar. Comimos en un restaurante en el que paran los camioneros, un desayuno violento, y mi venezolano comenzó con el cuento. Que se tenía que ir ya a verse con el hermano que me había dicho que se estaba quedando aquí mismo en Bucaramanga, cuando nos conocimos. Aunque no me gustó del todo que se fuera a ir tan rápido le dije que fresco, que acaso qué. Yo sí quería que se fuera, pero de pronto no tan rápido. El caso es que cuando acabamos de comer me dijo que iba a ir a quedarse donde el hermano, pero que le diera mi número de celular para que nos pudiéramos ver después.

A las tres horas me llamó. Afortunadamente no se puso con dramas y fue directo: se había ido para Bogotá con cien mil pesos que ‘se encontró’ debajo del colchón. Me dijo que el hermano no lo había podido esperar más, que se había adelantado a la capital y que de Bogotá iban a seguir para Perú, en donde tenían trabajo asegurado. A mí no me dio mal genio, la verdad es que lo entendía y hasta pensé que si yo estuviera en su lugar también hubiera robado.

Aunque lo que sí me dolió un poco fue que no me robara de frente, para haberle podido pegar su bofetada. Me juró que me va a devolver la plata y que cuando pudiera va a venir hasta acá otra vez. Luego me dijo que había dejado algo escondido en mi cuarto. Resultó ser un cuaderno en el que tenía anotadas bandas con datos de la historia, los discos, los temas. Era un buen regalo, me pareció que costaba más de cien mil pesos. Ahora tengo que terminarle al bobo marica de mi novio, pero más tarde, luego de que nos acabemos ese botello.

*

Los últimos cascarones del cielo refulgente, ribeteados de estrellas y firmamentos, reventaron contra el pavimento y sus restos fueron barridos al viento por los automotores. Mi amiga se fue y yo me quedé sentada encima del andén. Prendí un cigarro en el que pareció quemarse mi alma mientras me preguntaba cuál sería el rumbo que debería darle a mi vida. Entonces me acordé de mi novio y la risa me llenó el pecho. Con el pirobo de mi novio podría ahogar mis penas.

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