(Cuento). Las lenguas del fuego. Primera parte. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca).
"Relato de ficción en tres partes que, mediante la reorganización de sucesos vividos por el autor o por personas entrevistadas por él, da cuenta de la experiencia vital, las ideas y los deseos de los manifestantes del Paro Nacional del 2021."
***
La calle,
estrangulada por la barricada, se había trastocado en un infame campo de
batalla. Los maderos, las llantas y las latas que la obstruían eran, a su vez,
consumidas por las llamas, cuyas lenguas de fuego desprendían una colosal torre
de humo que, incólume en medio de la refriega, ascendía pesadamente hacia el
cielo como tinta gaseosa, espesa, devorando toda luz y toda forma que entrara
en ella o que se ocultara tras su sinuoso cuerpo. Tan inmensa era la columna de
humo, pues llevaba horas en su imperturbable ascenso, que ya alcanzaba las
nubes. Y bajo ella, adherido a su base y mezclado con sus partículas, estaba el
gas blanquecino y también espeso, cuyos efectos quedaban anulados cuando pasaba
sobre el fuego o a través de la humareda; pero hacia los flancos de la
barricada, donde el fuego no ardía lo suficiente, el gas avanzaba incontenible, abriendo brechas en nuestra línea por donde el Enemigo,
acorazado con tétricas armaduras,
intentaba penetrar.
Además, las latas de gas también eran disparadas hacia lo
alto, en un movimiento parabólico y mortal, de manera que nos partieran la
cabeza o nos hostigaran desde la retaguardia con su asfixiante contenido.
Estábamos agazapados tras el gran escudo de La Culebra,
que era como nuestra hermana mayor, pues tenía catorce años ya; Luis y yo
teníamos trece y, junto a los viejos guardias, curtidos en infinitos ‘tropeles’,
resistíamos los embates del cañón de agua, los ‘pepazos’ de las marcadoras, los
estallidos de las aturdidoras y, claro, también los ‘rocazos’ que nos lanzaba
el Enemigo.
—Qué pasa
‘Culebrita’ ¿se está mareando con el gas? Si quiere nos vamos pa’ la orilla del
humedal, a tirar piedritas y fumar pendejadas.
La Culebra me miró, fría y confusa, pero
luego se rio y el gesto de su sonrisa era a la vez burlón y siniestro, como si
hubiese escuchado el chiste más negro y cruel que hubiese oído jamás.
—¿Fumar? Aquí hay humo de sobra,
ñerito; en lugar de estar haciendo chistes pendejos más bien páseme el
neutralizador, que estoy agobiada de tanto gas.
La voz de La Culebra se perdió en el retumbar de la
refriega. Varias bombas de distintos tipos y calibres explotaron al unísono.
Uno de los hombres de la vieja guardia, que estaba justo delante de nosotros,
cayó de espaldas; lo ayudamos a levantarse y a reponerse, pero el pánico estaba
en sus ojos. Los otros viejos guardias que estaban cerca se reunieron justo a
nuestro lado y, por primera vez en aquellos largos meses de
lucha, vimos miedo en sus caras. La tarde languidecía; estábamos resistiendo en
lo alto del Rincón de Suba, bloqueando uno de los accesos hacia el Tibabuyes.
El humedal, sagrado para nuestros abuelos muiscas y para nosotros, alojaba el Campamento
por la Vida y el Territorio y las fuerzas del Enemigo estaban decididas a
entrar y destruir el campamento y dispersar a todos sus defensores, no sólo
para poder continuar con la destrucción del humedal —y convertirlo en un inerte parque con lago, cuya vida
muerta daría vía libre a los constructores para urbanizar sus orillas— sino para evitar que el campamento continuara
alojando, abasteciendo y apoyando a las Primeras Líneas de Suba que solían
bloquear —en el marco del Paro Nacional—,
precisamente, la Avenida Cali, que pasa junto al humedal.
Uno de los viejos
guardias dio la orden de retirada. Su voz se quebró al hacerlo y los guardias
corrieron. Y al verlos correr fue como si una parte de mí se fuera con ellos,
mientras la otra, terca, decidía quedarse a resistir. Desde que la insurrección
popular se había levantado jamás, ni por un instante, se me había ocurrido que
no habríamos de vencer.
La Culebra
comenzó a jalarme; Luis se sumó a sus esfuerzos y, entre los dos, me
arrastraron calle abajo. Una tanqueta arremetió salvajemente, pasando por encima
de la barricada en llamas, partiéndola en dos, y luego la marejada de enemigos
acorazados marcharon sobre las brasas, matando su calor con las pisadas de sus
botas y con las bocanadas de sus extintores. A lo lejos yo veía cómo el
incendio había sido sofocado. La torre de humo, poco a poco, empezaba a
disolverse. Y como el Enemigo se lanzaba a perseguirnos, yo también comencé a
correr; mientras la mayoría de los escuderos, segundas líneas y demás manifestantes
corrían hacia la izquierda de la calle, nosotros corrimos hacia la derecha, en
parte por el miedo, en parte porque así nos asegurábamos de evitar ser
capturados.
‘La Culebra’,
Luis y yo corrimos tan rápido como pudimos, doblando varias esquinas, hasta que
no escuchamos más el ruido de las motos ni los gritos de los agentes
antimotines. Estando seguros de haberlos burlado nos tiramos en el suelo,
jadeantes y abrumados.
—Todo bien, que allá abajo seguro que
los cogemos entre todos.
—El problema va a ser reunirnos con el grupo
grande. Los antimotines van a bajar derecho hacia el humedal. Nos toca dar la
vuelta por entre los barrios, no sea que nos cojan los de las motos por ahí mal
parqueados.
—Sí, nosotros cogimos pal’ lado que no era. Los
de la vieja guardia y el resto van derecho pal’ humedal. Vámonos ya y demos la
vuelta, como dice La Culebra.
Maltrechos, pero no quebrantados, nos quitamos las
capuchas, los protectores y el overol. A pesar de ello, la gente con la que nos
íbamos cruzando nos reconocía; un tendero nos dio agua, una señora nos juagó la
cara con neutralizador, para que el picor del gas no nos agobiara más, y desde
las ventanas de las casas nos daban voces de ánimo. Cuando terminamos de bajar
del Rincón, nos encontramos con unos pelados de San Cayetano, en su barrio.
Eran muy jóvenes, de entre diez y doce años.
—Buena compañeros —nos
dijo el más grandecito, que los lideraba.
—Buena chinches, ¿han visto enemigos por aquí?
—No, nada, todas las tías van pa’ abajo, pal
humedal. Nosotros no nos queremos quedar mirando, ¿vamos pa’ abajo?
—¿Pero tienen con qué?
Mi pregunta tenía que ver con las ‘pintas’ de los
muchachos. No tenían ni siquiera capuchas, mucho menos cascos o protectores
para brazos y piernas. Tampoco overol. Menos un escudo.
—Claro socito, usted qué cree.
En eso los cinco muchachitos se despojaron de sus
camisetas y se las amarraron como capuchas, quedando con las caras tapadas y
los pechos al aire. Yo solté la risa, porque me entusiasmaba ver su deseo de
luchar, pero también me parecía muy peligroso que quisieran irse así para el
tropel.
—Toca que se queden todo el tiempo detrás de
nosotros. Vean, ella tiene el escudo más chimbita, muéstreles Culebra.
La culebra, que era quien llevaba la tula con todas las
cosas, sacó de la tela el enorme y redondo escudo, hecho con una antena
parabólica de latón. Se irguió, orgullosa y sonriente, y pensé ‘mierda, la
Culebra se está poniendo como chusca’.
—El Enemigo nos va a tirar con todo, amiguitos.
Así que más les vale no asomarse, sino quedarse detrás de mí, que yo no voy a dejar
ni que les saquen los ojos, ni que les partan la cabeza.
La muchacha, alta y delgada, soltó una risotada
estridente y los muchachitos, que la miraban impávidos, no dijeron una sola
palabra.
*
A tono con la astucia de la Culebra, que nos guiaba, serpenteamos
por las enrevesadas calles de San Cayetano, evitando todo peligro, hasta salir
a la Avenida Cali; cuando nos asomamos, el espectáculo que nos encontramos era tan
excitante como avasallador. Desde el oriente el Enemigo avanzaba con todas sus
fuerzas formado en un apretado puño, cuyo frente —como
si fuera una manopla— eran seis tanquetas
alineadas detrás de las cuales venía una tropa de por lo menos cuarenta agentes
acorazados. Las dos tanquetas con cañones de agua a presión barrían a las
primeras líneas que, poco a poco, retrocedían hacia la puerta del humedal. Las
otras cuatro, armadas con los lanzagranadas tipo Venom, bombardeaban al resto
de líneas, desde la segunda hasta la quinta, con todo tipo de granadas y gases.
—Metámonos por un lado y atraemos fuego hacia
aquí, le están dando con todo al parche.
—Sí, estos hijueputas están decididos a
desalojar el campamento.
—El problema es que, si nos tiran con todo,
pueden joder a uno de los pelados.
Los muchachitos de San Cayetano estaban cada vez más
excitados y lanzaban rocas sin descanso, gritando arengas y celebrando su
entrada en la refriega.
—Luis, coja a los pelados y lléveselos para la segunda
línea y espérennos allá. La Culebra y yo vamos a llamar la candela pa’ este
lado, para darles un respiro a las primeras líneas.
Luis lo dudó un segundo, pero a sabiendas de que el
tiempo apremiaba y que era urgente actuar de inmediato, partió con los cinco
muchachos hacia el grupo grande, que bloqueaba la Cali.
La Culebra y yo nos agachamos, nos vestimos y trazamos un
plan a toda velocidad. El Enemigo estaba concentrando todo su poder de fuego y
de empuje en una sola dirección; si conseguíamos absorber una parte de esa
fuerza las primeras líneas podrían aguantar y, con suerte, contener su avance.
La estrategia era simple. Yo correría de frente contra la
masa de agentes acorazados hasta que faltaran dos o tres metros; los atacaría,
primero con piedras y luego con el láser, hasta conseguir que me persiguieran.
Entonces La Culebra, armada con varias botellas de agua de Tijiquí, se
dedicaría a darles un baño desde un andén alto al que sólo se podía llegar por
unas escaleras excesivamente estrechas. Una vez yo consiguiera remontar las
escaleras nos perderíamos barrio arriba y, dando una ronda, nos reuniríamos con
el resto.
La avenida, ocupada únicamente por las primeras líneas y
los antidisturbios y sus tanquetas, era un espacio abierto y yo no tendría más
protección que mi escudo de madera, ensamblado a partir de varias piezas grapadas
de aglomerado y reforzadas con una lámina de latón por el frente. Corrí con
todas mis fuerzas, pues la velocidad es la mejor armadura; enseguida estalló
una aturdidora a mi izquierda y luego dos más a mi derecha. Yo daba saltos
meditados, pensando en la manera cómo me apuntaban los agentes, tratando de
saltar siempre hacia donde ellos no esperaran que me moviera. Sobre el escudo
podía sentir el impacto de las balas de goma y también el duro repicar de las
canicas y los perdigones. Bastaba un paso en falso para perder un ojo o recibir
un bombazo directo en el pecho o la cabeza; tres agentes se separaron de la
formación y corrieron para atraparme.
Regresé sobre la avenida zigzagueando, viendo los
chispazos y los estruendos fulgurar sobre el pavimento. Alcancé la acera, ya
sin aliento, sintiendo que las piernas se dormían y que mi mente se desmayaba;
con el láser apuntaba a las caras de los agentes, a sabiendas de que aquello
los mantendría ocupados conmigo.
Yo no podía ver a La Culebra; ella ya estaba tirándoles
las botellas con el agua mezclada con Tijiquí, pero los agentes, a pesar de
estar empapados con la sustancia, no se detuvieron pues no sabían qué era lo
que les habían tirado y el efecto no iba a ser inmediato.
Yo no tenía más fuerzas para correr, necesitaba recuperar
el aliento y los agentes ya estaban sobre mí. La Culebra no tenía más botellas,
por lo que bajó por las escaleras para evitar que me atraparan; uno de los
agentes se abalanzó primero y La Culebra lo envistió con el escudo por delante,
logrando tumbarlo al suelo. Cuando los otros dos agentes reaccionaron e iban a
molernos a bastonazos con sus macanas, vimos una larga lengua de fuego girando
en el vacío, destellando y desperdigando pequeñas flamas conforme terminaba de
cerrar su trayectoria giratoria; entonces la molotov explotó en mil pedazos
contra el casco de uno de los agentes que, asustado por el fuego, emprendió la
huida de inmediato, sacudiendo del casco las flamas. Los otros dos agentes,
azorados, corrieron tras él y, conforme retrocedían, varias molotovs extra
fueron cayendo sobre el suelo, incendiando la carretera tras sus pasos.
Nosotros ya habíamos visto a ‘Los Lanzallamas’ en acción.
Se trataba de un grupo de curtidos primeras líneas que habían armado un
escuadrón especial, dedicados a intervenir en los momentos críticos con sus
habilidades incendiarias.
La intervención de Los Lanzallamas no sólo nos rescató a
La Culebra y a mí, sino que consiguió el objetivo de darle un respiro al grupo
de líneas principal. El apretado puño de los antimotines se detuvo, las
tanquetas se abrieron y formaron un frente más amplio y los agentes tras estas
se linearon a su vez, atendiendo a sus heridos, calmando a los delirantes y,
seguramente, esperando nuevas órdenes.
La Culebra, ‘Los Lanzallamas’ y yo corrimos hacia el
parche. Allí nos encontramos con Luis y los pelados de San Cayetano.
—Buena las gonorredas, ¡severo candelazo que le
metieron a esos malparidos! —nos dijo
Luis, nada más vernos llegar.
—Chamuscaditos y borrachos —dijo la Culebra, poseída por el furor,
sedienta de más adrenalina.
—Ya les vaciamos encima la agüita especial que
les preparamos —dije, para que Luis
estuviera seguro de que habíamos utilizado nuestra nueva arma.
—Ah, ¿en serio? Vamos a ver si se enloquecen
esas locas.
Buscamos a las cabezas del parche y nos pusimos a su
disposición. A pesar de nuestro entusiasmo el panorama era aciago: se esperaba
la llegada de más refuerzos desde el Portal de Suba y cabía la posibilidad de
que el Enemigo nos rodeara, dejándonos atrapados en el campamento. Todo
dependía de que las primeras líneas que estaban peleando en las inmediaciones a
la Avenida Suba, cerca al portal, no dejasen pasar los refuerzos.
La noche había caído, sombría y serena, y la luz de las
estrellas nos hablaba con su lenguaje arcano; yo interpretaba las palabras de
su luz como una invitación, como si los astros nos pidieran ir más allá de
nosotros mismos, para elevarnos, en virtud de nuestro valor, hacia las alturas
en donde pudiéramos, junto a ellas, destellar satisfechos.
—¿Sí vieron a ‘Los Lanzallamas’? —le pregunté a los pelados de San Cayetano.
—¡Pues claro que los vimos! Todo el
parche los vio, ¡eso sí es amor por el tropel!—contestó
el líder de los muchachitos de San Cayetano.
—¿Y sí pillaron las armaduras de esos manes? Con
una de esas yo me le paraba al que fuera —agregó
otro de los pelados, fascinado con aquel despliegue de habilidad y arrojo.
Pronto la conversación tuvo que
cortarse. Nuevamente resplandecían las explosiones tras los escudos, bajo las
botas y delante de nuestros ojos, y con cada golpe creía el deseo de sortear a
la muerte. Pues el valor ante el peligro, el desafío a la muerte, la entrega y
la voluntad de luchar más allá de las propias fuerzas era nuestra ideología.
Nosotros no estábamos allí únicamente por las ideas de un panfleto o por los
colores de una bandera; nosotros luchábamos por nuestra gente, por nuestras
familias, por nuestros amigos, por nuestro territorio. Nosotros estábamos allí
porque se habían metido con nosotros.
Las tanquetas encendieron sus motores,
bramando con un estruendo amenazador. Los cañones de agua abrieron sus chorros al
máximo. Las Venom, reabastecidas de munición, dispararon todo su fuego a un
mismo tiempo. Las negras armaduras se lanzaron a la carga.
Antes de que pudiéramos si quiera lanzar
una roca uno de los muchachos de San Cayetano cayó herido. Le habían dado en la
cabeza y la sangre le corría a chorros por la cara. Las explosiones no paraban;
una nube de gas nos envolvió. La Culebra trajo a dos paramédicos que, luego de
revisar al pelado, concluyeron que la herida era grave y debía ser atendida
pronto. Todos tosíamos y nos mirábamos confusos. Lo mejor era sacar en seguida
al muchacho de allí.
Este escrito debe guardarse como evidencia histórica de nuestras luchas por la liberación de la opresión milenaria. son los testimonios palpables de como un pueblo se auto organiza y emerge de su opresión para auto conducirse a futuro por otras rutas mas amables. solidarias y humanas. Debido a estas luchas es que iniciamos un largo e indetenible proceso de liberación integral de todas nuestras miserias y paradigmas aplastantes, se demuestra que si debemos, si podemos, si tenemos y si sabemos pensar por nosotros mismos. felicitaciones por este documental
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