(Cuento). Las brujas. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)

1.
Habíamos dejado atrás los peligros de la selva, a la que no podríamos regresar por un largo tiempo. Nos habíamos internado en lo profundo de la Macarena rastreando a un grupo de traficantes de personas. Estos habían entrado allí, sin permiso de los mayores, en la búsqueda de personas indefensas; su objetivo era secuestrar a tantos miembros de la tribu tinigua como les fuera posible y por eso les dimos caza. Sin embargo, estos traficantes resultaron ser socios de un grupo de maleantes mucho mayor que, además de sus armas pesadas y contactos en las agencias de seguridad y el gobierno, cuentan con un enjambre de brujos amazónicos cuya magia negra es en extremo peligrosa.

Por eso tuvimos que huir, no sin antes avisar a los mayores tinigua, puesto que estamos comprometidas por un antiguo pacto a su protección; debemos continuar guardándolos de todo peligro, tal y como lo hicieron nuestras abuelas, hasta el final de nuestros días.

Aún no sabíamos si habían conseguido escapar. Llegamos a Puerto Lleras en la madrugada; nuestra idea era levantarnos una casa que nos sirviera de fachada y refugio. A todas partes íbamos juntas, mis dos hermanas y yo. Las tres somos brujas y, además de proteger a los tinigua, nos dedicamos a recopilar la sabiduría de los chamanes, magos y brujos de la selva.

Estuvimos más de una hora trabajando en la memoria de los pobladores, para levantar en ella el edificio en el que íbamos a quedarnos. Cuando el trabajo estuvo hecho, la casa se alzó delante de nosotras y pudimos entrar a dormir. Sin embargo, a diferencia de mis dos hermanas, yo me sentía muy tensa y no pude conciliar el sueño.

Cuando vi que comenzaba a clarear, salí hasta la orilla del río Ariari. Me descalcé y puse mis sandalias sobre una piedra. Introduje mis pies en el agua y, al percibir su calma, supe que podía entrar en el río para bañarme y nadar. Entonces me envolví con las plumas del pájaro espejo y me desnudé. Sólo un brujo o chamán podría verme y, a pesar de la vergüenza por mi desnudez, aquello sería indicio de que los brujos de los mafiosos nos estarán siguiendo de cerca. Pero no percibí ninguna mirada sobre mí y constatarlo fue un alivio. Me zambullí en lo profundo de las corrientes del río. Pronto encontré a varios peces a los cuales pregunté por el destino de los tinigua. Me dijeron que los traficantes habían conseguido atrapar a dos niñas y que pronto cruzarían por el puente Alcavarán, hacia Granada.

Corrí de regreso a nuestro refugio y desperté a mis hermanas. Ay, ¿qué es lo que pasa? Usted siempre despertándonos por sus problemas de sueño. Si no puede dormir prepárese un brebaje de sueño y déjenos en paz. No, hermana, no son ganas de fregar; logré hablar con dos bagres que me dieron noticias de los tinigua. ¿Y qué pasó? ¿Alcanzaron a salir? Sí, pero dos niñas de la tribu cayeron en manos de esos hijueputas. Mis hermanas se pusieron de pie en seguida. Decidimos que no teníamos tiempo para deshacer el encantamiento que había levantado aquella casa en la memoria de los pobladores de Puerto Lleras, así que mi hermana mayor anotó su ubicación en el libro, de manera que luego, cuando estuviésemos menos atareadas, volviéramos a deshacer el encantamiento.

Salimos al río y las tres nos trenzamos el cabello con la hebra de un bejuco muy especial, cuya resina transforma a las brujas en delfines rosados. Así, en menos de una hora estuvimos bajo el puente. Los traficantes llegarían en la noche, por lo que decidimos tomarnos el día para descansar y reponer fuerzas. Mis hermanas se cubrieron bajo dos sombrillas de piedra, que desde afuera asemejan el color, la textura y la forma de grandes rocas. Yo, que seguía sin deseos de dormir, me dediqué a recorrer los islotes cubiertos de pedruscos del río Ariari, a tomar el sol y a charlar con las aves.

Cuando en el horizonte vimos el crepúsculo próximo a cerrarse, subimos del lado del puente que daba hacia Granada. Antes de subir nos disfrazamos de vendedores ambulantes; mientras los secuestradores llegaban, nos dedicamos a vender pinchos de carne que habíamos elaborado con polvo de piedra; y si le digo la verdad, esos pinchos alimentan más que los que se hacen con animales muertos. Y eso es así por la magia. No existe nada que vigorice más que la magia, que es la fuerza, la sustancia y la energía vital de todos los espíritus.

El caso es que los secuestradores aparecieron a las ocho de la noche, cuando ya no quedaba casi gente en las inmediaciones del puente. La noche estaba oscura, nublada, sin luz. Todo esto era propicio para nosotras. La sombra nos cuidaba y ocultaría lo que estábamos a punto de hacer. Debíamos atacar con sigilo y rapidez, para que los tipos no supieran qué había pasado.

Arrojamos sobre el suelo arena etérea, en franjas, como si sobre el pavimento hubiese una reja amarilla. Cuando la camioneta de los secuestradores pasó encima de la arena, el interior del automóvil se volvió etéreo y se desplazó, dejando la carrocería y la carcasa huecas, que avanzaron unos metros más y se detuvieron, desprovistas hasta del motor.

El interior de la camioneta se movió veinte metros hacia arriba. El encantamiento etéreo duraría poco y, cuando el interior de la camioneta recobrara su densidad corpórea, saldría disparado hacia la parte profunda del río; nosotras ascendimos volando con la forma de grandes pájaros negros hasta el sitio exacto al que se desplazaron y, antes de que el interior del carro fuera lanzado a lo profundo del río, atrapamos a las niñas con nuestras garras. Las chiquillas se llevaron un tremendo susto, pero no más que el que se llevaron los delincuentes que las habían raptado. Por fortuna, ninguno de los brujos del enjambre los acompañaba, excepto por un par de amuletos vigías, que no tuvieron tiempo de desenmascarar nuestra identidad.

Las niñas nos reconocieron y pronto lograron calmarse. Yo recordé el refugio que habíamos dejado en Puerto Lleras; decidimos volver a él, pues estaba en un emplazamiento seguro, ni demasiado lejos, ni demasiado cerca de la selva. Los tinigua se pondrían en contacto con nosotros pronto y, entonces, sabríamos lo que tendríamos que hacer.

 

 

 

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