(Cuento). Las lenguas del fuego. Segunda parte. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca).
Nunca olvidaré la cara de mi madre cuando escuchó en la
radio, una tarde, que el fin de semana nos encerrarían. Ella supo desde un
principio que no serían cuatro, ni siete, ni quince días; mi madre sabía,
cuando oyó al locutor anunciar el “ensayo de cuarentena”, que un largo presidio
en nuestra propia casa nos aguardaba.
Y su única preocupación éramos nosotros. Mi hermanita, mi
hermano mayor y yo. ¿De dónde íbamos a sacar para comer? ¿De la basura? A ella
no le parecía que eso fuera ninguna indignidad; pero incluso para reciclar,
para ganarle a la basura, había que poder salir. Si no podríamos ni rebuscar en
las canecas ¿qué era lo que íbamos a hacer? Y, claro, ella sabía que la
respuesta sería una sola: romper la ley. Que ella y sus hijos corrieran peligros
no era una novedad, pero bajo la nueva ley del encierro ¿cómo iban a ser las
cosas? ¿Qué clase de peligros tendríamos que sortear y resolver?
Aquella semana, antes del viernes en que empezaría la
reclusión, me dediqué de lleno a ayudarla con sus pedidos y entregas. Todos
esos días estuve entrando y saliendo de la casa, moviéndome tan lejos como
tocara; en la bicicleta fui a entregar paquetes, buscar insumos que faltaran o a
reclamar los que le debían. Mi madre es modista y esa semana trabajamos como
nunca y logramos juntar un ínfimo capital, que debía durar meses, para sobrevivir
a la cuarentena.
Las palabras de mi madre se cumplieron y la reclusión
empezó. A sabiendas de que las personas con perros podían salir, y viendo que
la gente comenzó a abandonar a sus perros, de manera que abundaban los animales
callejeros en esos primeros días de cuarentena, decidí adoptar a un perro
joven, de menos de un año; estaba bastante crecido y, aunque en principio podía
ser una boca más que alimentar, no me costó persuadir a mi madre de que con
aquel animal a mi lado podría salir más seguido —pues
las personas tenían derecho a salir veinte minutos con sus mascotas, tres veces
al día— y rebuscar mejor cualquier ayuda, dinero o alimento.
El perro, de pelaje corto, tenía los colores de un rottweiler,
negro por encima y amarillo-naranja por debajo. El pelaje de su rostro formaba
una máscara, tenía unas hermosas cejas coloradas que contrastaban con el negro
y sus orejas, grandes y suaves como el terciopelo, enternecían un poco su
aspecto intimidante. Le puse Fiba —viento, en
muisca, pues el perro era silencioso y veloz como una ventisca— y anduve
con él por toda Suba y Engativá e incluso más allá, hasta Usaquén y Barrios
Unidos.
Los primeros días fueron los más difíciles. Nadie salía;
podíamos andar diez y hasta veinte cuadras sin ver a nadie. Fiba andaba suelto,
husmeando entre los rincones y las rendijas, corriendo feliz a lo largo de las
calles sin encontrarse ninguna criatura viva. Y aquella soledad y silencio eran
como una nueva presencia, distinta y extraña, que ocupaba la ciudad desplazando
el recuerdo de lo que ya no estaba y realzando las figuras que permanecían
presentes, imperturbables. Una presencia que me fascinaba más de lo que me
angustiaba. Una presencia que parecía empeñada en revelarme todo lo que en el
inmediato pasado había ignorado por los afanes propios de la cotidianidad y,
sobre todo, por los esfuerzos que debemos sostener quienes, sin quererlo,
nacimos destinados a ser la espalda sobre la que la sociedad se erige.
Ahora veía la magnitud real de los espacios. Ahora
entendía mejor las distancias. Ahora sabía realmente cuál era el efecto de los
estratos. Ahora diferenciaba más claramente la belleza de la fealdad, la
abundancia de la escasez, la opulencia de la miseria.
Un día caminé con Fiba hasta más allá de la avenida
Caracas, entrando por la calle setenta y dos. Yo había pasado antes por esos
lugares, pero distraído. La presencia que era la suma de todas las soledades
ahora me impedía distraerme. Contemplaba asombrado el tamaño de los edificios,
la calidad de los materiales con los que fueron construidos, los detalles de su
arquitectura y sus acabados. Todo era sumamente lujoso, exagerado, enorme. Y
aunque me fascinaba poder mirar esto sin el estorbo de los celadores intrusivos
o la policía perspicaz, lo cierto es que adentro, muy en el fondo de mí, una
voz también preguntaba “¿por qué todo esto está aquí? ¿Por qué aquí s+i son
posibles estas expresiones de abundancia, mientras que en casi toda la ciudad
lo que se expresa es una mezquina, árida y desobligante escasez?”
Otro día fuimos hasta el norte de la ciudad, por toda la
cien, y entramos en los barrios más lujosos que jamás hubiésemos visto. Filas y
filas interminables de edificios de apartamentos esplendorosos. Y lo más
impresionante no era eso, sino los parques. Entreverados en medio de aquellos
barrios de ricos había verdaderos bosques y rincones repletos de plantas bien
cuidadas, conservadas y distribuidas. La envidia alcanzaba a perturbarme, pero
luego recordaba las colinas de Suba, en las que también hay bosques, o los
lagos y humedales, donde la naturaleza también abunda, y la envidia era menor.
Pero esa desaparición de los otros condensada en el
silencio como una invitación a moverse con libertad, que me había llevado muy lejos
a admirar lo que nos estaba vedado a los ciudadanos de estrato bajo, también me
impresionaba cuando nos movíamos por territorio conocido. Todos los parques de
Bogotá permanecían solitarios. De manera que estar en un parque para niños,
usualmente lleno de voces alegres, gritos y conversaciones, ahora habitado sólo
por los pájaros, la luz del sol y la serenidad de los árboles y las plantas
era, en verdad, una experiencia renovada.
Un día estábamos cruzando un parque cerca a La Gaitana,
en Suba. Fiba iba suelto, corriendo de un lado a otro, olisqueando el suelo en
busca de rastros de comida. En un momento lo perdí de vista. Pasó un rato y,
como no lo encontraba, comencé a silbarle para atraerlo. Pero seguía sin
aparecer. Me preocupé y corrí hacia el otro lado del parque y entonces lo vi;
estaba jugando con una perra de pelaje largo y anaranjado, una golden
retriever. Llegué hasta donde Fiba a toda velocidad, preocupado de que no le
hiciera nada a una perra que, a todas luces, se veía muy cuidada y bonita. Y
cuando llegué me encontré con la dueña de la perra, una muchacha alta, delgada
y de cara muy bella que estaba muy nerviosa al no poder zafar a su perra del
juego con mi perro.
Yo la miré de reojo, apenado, pensando que quizás iba a
ponerme problema. Pero en lugar de eso me preguntó si el perro era agresivo.
Cuando le dije que no se tranquilizó y me dijo que si quería los dejáramos
jugar. Entonces me hice a un lado y los dejé que jugaran. La muchacha no me
habló más, pero de tanto en tanto la descubría mirándome de reojo. Cuando sentí
que debía reanudar la marcha fui dando pequeños pasos a un costado, hasta
alejarme, y entonces empecé a llamar a Fiba. La muchacha tomó el rumbo
contrario y, antes de darme del todo la espalda, me sonrió y me dijo adiós.
Sentí deseos de pedirle que me dijera su nombre, al menos para que en mi
recuerdo no se quedara sin uno. En verdad era muy bella. Y hubo algo muy raro
en el encuentro sin absolutamente nadie alrededor. Algo así como un ‘encuentro
puro’, libre de expectativas o mascaradas.
Pero, sin duda, quien sí fue feliz con cada uno de los
días del encierro fue Fiba, que amaba la abundancia de espacio, la ausencia de
regaños y de gente queriendo echarlo, agredirlo o perseguirlo. Sin duda él fue
quien más disfrutó de ese tiempo.
Otro día estábamos regresando del lado ‘pudiente’ de
Suba, tras las colinas. Estábamos superando la cima para entrar en el Rincón de
Suba. Sin saberlo, estábamos caminando por la misma calle en bajada que, meses
después, sería el escenario de un enorme tropel. En un momento dado alcé la
vista para mirar al horizonte. Desde aquella cima se puede ver cómo Bogotá se
extiende hacia el occidente, a lo lejos. Y como el sol estaba ya en su trayecto
en descenso y no le faltaba mucho para ocultarse tras el horizonte, sus rayos
se reflejaban sobre el agua del Tibabuyes, el humedal más grande de Bogotá,
haciendo que la superficie de agua destellara de tal forma que parecía una
enorme serpiente dorada, sinuosa y enorme, agazapada en medio de la ciudad. Y
esa imagen aunada al silencio y la quietud, a la atmosfera despejada, mucho más
clara y limpia dado que las fábricas y talleres de la ciudad estaban cerrados y
no liberaban al aire sus partículas contaminantes, me despejó de toda
preocupación, angustia o afán. Tal era la belleza de ese paisaje, tan inusual
era verlo —no sólo porque normalmente el
aire estaba muy contaminado y no deja ver bien de lejos, sino porque nunca
había estado a esa hora en ese lugar y nunca había visto el reflejo de la luz
sobre el humedal como en ese instante— y
tan feliz me sentí de contemplar aquella hermosa imagen, que bajé hasta mi casa
contento, sintiendo que la soledad de la ciudad ahora me había enseñado algo
invaluable; el valor del humedal que quedaba a pocas cuadras de mi casa y que
yo había ignorado casi toda mi vida.
Fiba y yo caminábamos hasta ocho horas todos los días en
nuestra incansable búsqueda de recursos. Otro día caminamos desde mi casa hasta
la avenida veintiséis. Pasamos por la Cali, por la Ochenta, por la Sesenta y
ocho y la Sesenta y tres. Avenidas que cualquier día de la semana solían estar
atestadas tanto de transeúntes como de tráfico de vehículos ahora permanecían
vaciadas de toda presencia, flujo o actividad. Todas sus puertas cerradas.
Todas sus fachadas anegadas. Todo lugar vetado. Y cada veinte cuadras, a lo
sumo, se lograba ver un alma, sombría y solitaria, rebuscando entre la basura.
Ese día al llegar a la veintiséis Fiba olió el rastro de unos guacales llenos
de carne que, quién sabe cómo, habían terminado abandonados en el acceso a las
bodegas de un supermercado por la parte de atrás de éste. Como el hallazgo lo
había hecho él le di la mejor parte y el resto me lo llevé para la casa. Mi
familia celebró el hallazgo pues aquella carne era un lujo y Fiba terminó de
ganarse el cariño de mi mamá.
Sin embargo, semejante serenidad producto de la soledad
imperturbable que estaba habitando la ciudad no podía durar tanto. Que las
calles se hubieran librado de golpe de la vida de casi todas las personas no
era garantía de que todos se quedaran encerrados. Para quienes sobrevivían
desde antes de la cuarentena a la desposesión y abandono total, el encierro
prometía lo peor: una muerte invisible, la supresión definitiva. Por ello Fiba
y yo comenzamos a encontrarnos con otros merodeadores que, a su manera, también
intentaban sobrevivir. Un día, cuando nos acercábamos a la calle 80, fuimos
emboscados por un grupo de tres muchachos habitantes de la calle que decían
estar desesperados. Aprovecharon que yo estaba rebuscando en un contenedor
grande de basura para rodearnos. Pero Fiba olió sus intenciones y, gracias a
sus gruñidos y a un contundente ladrido, supe de su presencia a tiempo. Uno de
ellos se había acercado más que los otros para robarme un costal lleno de
botellas plásticas. Al asomarme con un garrote enorme en la mano el tipo se lo
pensó dos veces. Luego, viendo el tamaño de mi perro, retrocedieron y me
pidieron que entregara las cosas ‘por las buenas’. Pero yo no soy fácil de
intimidar y, en el lenguaje de la calle, les dejé claro que la única forma de
quitarme algo era, precisamente, ‘a las malas’. Estuvimos un rato
intercambiando insultos, pero, al final, los tipos desistieron y se fueron.
Aunque la competencia comenzara a hacerse más reñida, la
ayuda y la protección de Fiba me permitieron volver sano y salvo cada noche.
Poco a poco a las calles fueron saliendo más personas. Además de los
merodeadores y rebuscadores que competían con nosotros, algunos negocios
volvieron a abrir y la gente, con cierta timidez, volvía a salir para comprar
cosas en los negocios que reanudaban actividades. Nosotros parábamos en cada
local que viéramos abierto y a veces recibíamos encargos, como llevar paquetes,
descargarlos o mover objetos pesados e incluso recoger basura y reciclar lo que
nos sirviera. A veces la paga era dinero, otras veces era comida.
En medio de todo mi familia y yo estábamos sobrellevando
la pandemia con holgura. Pero el hambre no era la misma para todos y seguía
prolongándose más allá de las fuerzas de las personas. De un momento a otro las
banderas rojas del hambre, izadas por doquier en los barrios, fueron el nuevo
testimonio del sufrimiento silencioso de los menos afortunados. El ruego de los
trapos rojos se alternaba con el de las voces desesperadas, los lamentos de las
familias que salían a recorrer la ciudad, en el colmo de la impotencia, para suplicar
por un poco de alimento. Todas estas señales se intensificaron cuando las
calles volvieron a ser habitadas.
Para ese momento la gente de mi barrio también estaba empezando
a salir más y con La Culebra y Luis nos veíamos por las tardes, cuando yo
llegaba de reciclar, para charlar o jugarnos un picadito de fútbol. Sin
embargo, nos dábamos cuenta de que había gente en el barrio que estaba muy mal.
Y ya que mi madre, mis hermanos y yo estábamos logrando sobrevivir a aquel
tiempo con una mínima holgura, pues éramos de los pocos afortunados con algo de
dinero y comida almacenada, por iniciativa de mi mamá comenzamos a organizarnos
para compartir alimentos con las personas más necesitadas del barrio. La
Culebra y Luis, además de otros amigos de la cuadra, se sumaron a la causa
ahora que las restricciones para moverse eran menos complicadas. Eso sí, nos
tocaba a cada uno por nuestro lado, porque cuando nos veían en parche la
policía nos molestaba.
Cada tarde llegábamos y juntábamos lo que podíamos, para
no dejar morir de hambre a nadie. Aquello nos hizo felices; luego de la comida comunitaria,
por la noche, nos subíamos a la terraza de mi casa y nos imaginábamos cómo
sería el futuro. Queríamos que aquella organización comunal continuara
desarrollándose, de manera que en nuestro barrio nacería una nueva realidad que
se alzara por encima del recuerdo fallecido del pasado. Una realidad en la que,
ahora sí, fuésemos una comunidad real en la que nadie sería abandonado o
excluido sin razón.
Entonces oímos que en los barrios más pobres de Suba se
comenzaron a organizar ollas comunitarias. Con La Culebra y Luis empezamos a
caer a esos parches a aprender de la gente de los otros barrios y nos dimos
cuenta de que podíamos hacer lo mismo en el nuestro. Así nació la olla
comunitaria del barrio Atenas de Suba, que todavía existe porque el hambre no
se fue con la pandemia.
Todas las noches salíamos a la terraza y mirábamos las
formaciones de luces en el cielo oscuro y pensábamos que nuestros abuelos, los
muiscas, habían visto la misma noche y que, de la misma forma, aquel cielo y
aquellas estrellas los habían visto a ellos. ¿No estarían satisfechos los
mayores al vernos? A los tiempos difíciles oponíamos nuestro entusiasmo,
nuestro amor y nuestra fuerza.
Y al drama de la carencia, que se agudizaba cada día, se
sumaba el de la enfermedad, que no paraba de agudizarse en sus efectos.
Abuelos, padres, tíos y hermanos morían por doquier, sin derecho a ser
asistidos, asfixiados por el cruel virus de la corona. Hombres que debían salir
a trabajar a ganarse un sustento para ellos y sus familias, que corrían peligros
en nombre del amor, morían en la soledad de un cuarto, aislados, en un silencio
que se rasgaba solo con la insistencia de su incurable tos, y desaparecían sin
que pudieran velarlos, sin que sus familias pudieran despedirlos. Y nosotros
que éramos tan jóvenes concluíamos, ante el brillo misterioso de la noche, que
solo la muerte era irremediable.
Fue la solidaridad de los vecinos de Suba la que le permitió
a la mayoría sobrevivir. Y aunque muchos lo hicieron a costa de terribles
sacrificios y aunque nadie resultó ileso, sobrevivir era una razón suficiente para
confiar, para creer que habría una nueva vida y nuevas alegrías cuando todo
aquello hubiese terminado; sin importar el dolor de la muerte, el dolor del
cuerpo por las secuelas de la enfermedad o el dolor de las mentes quebrantadas
ante tantas penurias, que colapsaban de tristeza, desazón y hastío. Todo habría
de pasar. Y si seguíamos siendo una comunidad, todo habría de sanar y de
cambiar para bien.
Las semanas pasaban y La Culebra, Luis y yo comenzarnos a
escaparnos, una vez terminada la jornada, ya no a la terraza sino al humedal. La
idea la tuvo Luis que escuchó a dos hombres conversando sobre la posibilidad de
ir a pescar al humedal para ayudar a aliviar un poco más el hambre. A nosotros
la idea de pescar no nos gustaba, pero la idea de ir a visitar el humedal por
las noches nos llamaba, como si la laguna misma nos reclamara para que la
visitáramos. Yo sentía ese llamado desde el día en que la vi desde la cima del
Rincón.
A veces iban con nosotros otros pelados o nos encontrábamos
en el humedal a algún amigo y, reunidos en círculo, charlábamos de nuestras
vidas, de lo que pasaba en nuestras casas, de nuestros deseos y anhelos, de
nuestros dolores y penas. Algo en esos encuentros nocturnos en el Tibabuyes,
bajo sus árboles, en medio de sus matorrales o junto al agua, en la orilla, nos
sanaba más allá de lo que podíamos si quiera comprender.
Y entonces apareció el Campamento por la Vida y el
Territorio. Varios parches de Suba se juntaron y, contra todo pronóstico, se
tomaron el humedal, para protegerlo de una amenaza que nosotros ignorábamos.
Fue por ellos, por sus círculos de palabras luminosas, por las lenguas del
fuego que se hablaban allí, que entendimos que el lugar más hermoso y valioso
de nuestro territorio, el Tibabuyes, estaba en peligro de ser destruido. Los
pormenores, argumentos y razones tanto para destruirlo, como para defenderlo,
eran muchos. Pero a nosotros no nos costó en lo más mínimo saber de qué lado
íbamos a pelear.
El campamento se convirtió en un epicentro de
solidaridad, resistencia y conocimiento. En sus círculos de palabra se
organizaron talleres ecológicos, clases de artes, colectas para ayudar a los
desamparados y, poco a poco, se forjó un lenguaje común, un lenguaje que pasaba
por el fuego, que se alimentaba de él, que comprendía su doble naturaleza, a la
vez dador de vida y dador de muerte y, por esto, supimos que la labor de cuidar
y proteger la vida era a veces la lucha a muerte para detener a sus enemigos.
Y sucedió que mientras el campamento y los parches de
Suba se organizaban para aprender, alimentarse y prosperar juntos, un grito de
lucha se alzó, dispersándose por toda la ciudad, enseñándonos la universalidad
de las lenguas del fuego, pues también eran habladas por otros grupos y
colectivos como el nuestro. En nuestra localidad, Suba, la policía mató a un
hombre. Javier Ordoñez, un abogado y padre de dos niños fue golpeado hasta
morir porque no quiso doblegarse ante una autoridad despótica, vulgar e
impertinente. La injusticia de aquel asesinato fue tal que a pesar de la
cuarentena se organizaron protestas; y dichas manifestaciones desembocaron en
la siniestra noche del nueve de septiembre de dos mil veintidós, la noche en la
que la policía de Bogotá asesinó a sangre fría a los ciudadanos que,
supuestamente, debía proteger. La noche de los CAI quemados. La noche de la
insurrección popular. La noche en la que las lenguas del fuego expresaron su
capacidad de dar la muerte, así como en las ollas comunitarias se expresaba su
poder de dar la vida.
Fueron trece las personas asesinadas a balazos en Bogotá.
Y de esas trece personas cuatro eran de Suba. Y de todas las muertes, la
primera ocurrió cerca al CAI de La Gaitana, de nuevo, en Suba. Allí, Julieth
Ramírez, una joven estudiante de psicología que no estaba tomando parte en las
protestas y que caminaba ajena, junto a una amiga, a lo que sucedía, fue
asesinada de un balazo en el corazón.
La muerte de Julieth y de tantos otros inocentes tenía
que ser vengada ya que nadie confiaba en la justicia —tan politizada y arbitraria desde siempre— y por eso fueron quemados los CAI. El símbolo que fuera la
revuelta de esa noche nos persuadió a todos. Luego de esa noche no tuvimos
dudas. Era necesario levantarse. Era el momento de luchar juntos hasta que el
gobierno asesino que mandaba sobre Colombia cayera, pues no era la primera vez
que ese gobierno asesinaba a sus ciudadanos para acallarlos, para someterlos y
obligarlos a aceptar sus intolerables condiciones.
En la sala de mi casa, sentados sobre baldes volteados,
butacas remendadas y sillas cojas, mis amigos y yo junto a nuestros compañeros
perrunos, incluido Fiba, compartiendo un pan con aguaepanela, decidimos que
habríamos de vengar a nuestros muertos, liberar a Colombia y salvar al
Tibabuyes.
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