(Cuento). Las lenguas del fuego. Tercera parte. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca).

Fotografía editada por Nicolás Castro

La noche del fuego y la muerte había quedado impresa en nuestras conciencias como una impresionante pesadilla. Sus destellos y sus lamentos, los rostros amigos, las caras desfallecidas, la faz del Enemigo, todo, mezclándose en un ciclón de sensaciones confusas, nos perseguía como un recuerdo devenido en fantasma infernal. La ley del encierro se había suavizado —y con ella las restricciones para reunirnos—, así que La Culebra, Luis y yo nos movíamos juntos por la localidad y los barrios aledaños, en la eterna búsqueda de recursos monetarios, comida o diversión. A finales del dos mil veinte habíamos conseguido trabajo en uno de los supermercados del barrio, como repartidores, y nos la pasábamos de arriba para abajo, siempre en parche, siempre recochando.

Nuestro trabajo era una pesada carga de llevar, sobre todo teniendo en cuenta nuestros anhelos de cambio, pero amábamos lo que hacíamos, en especial todo lo relacionado con nuestra comunidad y ese trabajo comunitario era el principio del cambio político y social que buscábamos por lo que, a pesar de todo, éramos felices. El barrio, que en el pasado se había caracterizado por su desunión y las rencillas entre vecinos, ahora era una familia. Todas las tardes se prendía la hoguera y todas las noches el barrio se reunía a charlar y a compartir el alimento alrededor del fuego. Pero también era verdad que no todo el mundo, en Suba y en el resto de Bogotá, lo estaba pasando bien. Y, de hecho, sabíamos que eran más quienes seguían sufriendo las irremediables penurias de la pandemia y la recesión económica. Si la olla comunitaria se había vuelto cotidiana y si todas las noches la encendíamos era porque incluso en nuestro barrio había quienes pasaban hambre.

Por esto y por lo sucedido en la noche del nueve de septiembre, a pesar de que sobrellevábamos nuestras vidas con entusiasmo, alegría y determinación, seguíamos preocupados por la posibilidad de que el fervor y deseo popular de lucha se disipara. Nosotros no lo comprendíamos en su completa dimensión; imaginábamos que era tal y como sucedía con los parches de los muchachos, si todos teníamos un enemigo en común era más fácil ponernos de acuerdo. Y si ese enemigo era en verdad el Enemigo de todos, dicha lucha se hacía aún más justa y pertinente; y ya que el Enemigo realmente estaba empeñado en someternos a unas condiciones de existencia crueles, era necesario enfrentarlo juntos. Pero nuestros deseos o ideas eran una cosa y la realidad otra. Poco a poco, a pesar de que la pandemia aún no terminaba, las cosas estaban volviendo a la normalidad.

Una tarde, luego de una reunión en el campamento del humedal salimos hacia el malecón de cemento, frente a las aguas, a despejarnos y olvidarnos de lo que acabábamos de escuchar. Al campamento habían acudido algunos ediles y líderes comunitarios para escuchar el pliego de cargos de la gente del campamento, que los acusaba de querer vender el humedal. La discusión, por supuesto, se calentó y no hubo ningún tipo de acuerdo con aquellos líderes. Y eso era un problema pues ellos eran quienes organizaban las Juntas de Acción Comunal, que son la base de la organización social y política colombiana. Y si dichas bases se mostraban reacias a luchar por su propio beneficio ¿qué podíamos esperar? Por fortuna, el parche del campamento había previsto esto y cuando los políticos estuvieron fuera se comenzaron a discutir las estrategias para dar la alerta en los barrios de los alrededores del Tibabuyes, pues el humedal corría el inminente peligro de ser destruido.

Sea como sea, a nosotros no nos gustaban dichas reuniones políticas. Teníamos una aversión natural por la palabra ‘política’ y preferíamos pensarlo todo en términos más sencillos y concretos. Por eso nos habíamos retirado a la orilla del humedal. Allí el viento sopla con fuerza y la abundancia de espacio y aire limpio nos hizo sentir mejor.

En aquel entonces Luis y yo apenas teníamos doce años. La Culebra, que cumplía en los primeros días de enero, acababa de cumplir catorce.

 

                —Bueno, ya dejando la verborrea maluca ¿cómo es que vamos a celebrar los trece de ustedes dos? Una casi que podría decir que ustedes ya son hombres. ¿Quién es el que cumple primero, usted, Luis?

                —Sí. Yo sólo espero que la fiesta sea en la calle, con los del parche, en el barrio o aquí en el humedal. Y de regalo quiero que la gente deje de pelear por tantas guebonadas, que se ponga seria y se pare duro por lo que nos pertenece a todos.

                —Yo, en cambio, me conformo con que me den de regalo una comida bien áspera —contesté, llevándome las manos al estómago, pues no había desayunado. La Culebra y Luis soltaron la risa mientras yo, en parte en broma, en parte en serio, me retorcía sobre el borde de la orilla del humedal.

                —Comida y vino, o mejor aguardiente, porque los cumpleaños de los grandes se celebran así, tomando, y ustedes ya están bien grandecitos.

 

Luis cumplía a mediados de marzo y yo el primero de abril. Tal y como lo quise en ambas ocasiones, hubo comida en abundancia; pero también el deseo de La Culebra se cumplió y en ambas fiestas hubo trago de sobra. En la fiesta de Luis yo me moderé, pues todavía no me sentía capaz de emborracharme. Pero, para la fiesta de mi cumpleaños las cosas habían cambiado de manera radical. A pesar de que sólo pasaron unas semanas entre la fiesta de Luis y la mía, fue en esas semanas que todo Suba pareció ponerse de acuerdo. El gobierno iba a ejecutar una reforma tributaria que sería una sentencia de muerte para todos. Con el alza que proyectaban para la gasolina todo subiría de precios. Nosotros, que no entendíamos la teoría, estábamos enardecidos con la solución práctica que se anunciaba: el Paro Nacional de trabajadores y campesinos más grande que Colombia hubiese visto en toda su historia, pensado para frenar en seco al Enemigo y, además, vengar la noche del nueve de septiembre.

Por eso la fiesta de mi cumpleaños fue la fiesta en la que me emborraché por primera vez. En mi casa, estando con mis amigos y mi familia solté una serie de discursos incendiarios que sorprendieron a todos. Nadie conocía esa faceta tan politizada de mí. Y esto era así porque esa faceta no existía. Esa dimensión de mí mismo había nacido con las protestas, la pandemia y la crisis.

La fiesta empezó a las seis de la tarde, luego de que todos acabamos nuestra jornada. Cada uno llegó con algún presente o con alguna contribución para la fiesta. La Culebra, sin ocultar su picardía y entusiasmo, llegó abrazando tres botellas de aguardiente que nunca nos dijo de dónde había sacado.

Pasada la medianoche nos fuimos, muy borrachos, para el humedal. Allí nos encontramos con la sorpresa de que la gente del campamento también estaba de fiesta; había tambores, gaitas, guitarras y hasta un acordeón. La gente cantaba y bailaba. Todos los parches populares de Suba estaban presentes. Y de todas las cosas que escuchábamos la que más nos llamaba la atención era una idea que, si bien era bastante antigua y venía del ámbito militar, se ajustaba perfectamente a lo que deseábamos: formar varias primeras líneas en Suba que defendieran a los manifestantes en el Paro que se avecinaba, copiando las técnicas y tácticas que se estaban viendo en las protestas en Chile.

Borrachos a la orilla de las oscuras aguas sobre cuya superficie destellaban las luces de las ventanas y del firmamento, fantaseábamos con un futuro cercano en el que nuestro país fuera distinto, pero, sobre todo, fantaseábamos con la lucha.

 

                —Yo quiero ir en cicla, con un palo, como si fuera un tipo de esos de las películas, ¿se imaginan? Si juntamos unas treinta pintas en ciclas y con unos palos bien largos, podríamos tirarnos encima de la policía y sacarlos a correr.

               

El que hablaba era Luis. La Culebra se burló de sus ideas y le pegó un calvazo. Luis, ofendido, se tiró encima de ella, pero La Culebra era alta y tenía fuerza, y no se dejó.

 

                —Ayúdeme a tirar a esta piroba al agua, David, porque si la dejamos se sigue creciendo y nos la monta peor.

                —Ya quisiera usted, pendejo, o su amiguito Azulejo, poder conmigo, pero ¡yo soy más parada que ustedes dos!

 

A mí me decían Azulejo a veces porque de pequeño me gustaba mucho el color azul y siempre salía con un saco de lana de ese color. Pero era un apodo muy viejo, que Luis no conocía y por eso él me llamaba por mi nombre. La Culebra, luego de sacudirse a Luis de encima —sin que le costara mucho— se abalanzó sobre mí.

 

                —A ver “Azul”, tíreme, ¿no me va a tirar al agua? Lo quiero ver si es tan machito.

 

Yo sólo me reía y forcejeé con ella hasta que me hizo caer de la orilla del humedal, pero por fortuna fue del lado de la tierra y no del lado del agua. En ese momento llegaron varios pelados de una escuela popular que quedaba cerca a nuestro barrio; La Torre de Oro la llamaban y era famosa por su biblioteca para niños llena de libros preciosos, ilustrados y coloridos.

 

                —Ojo se caen en el agua, de ahí no hay quién los saque ¿no han oído de los ahogados? —nos dijo el más alto, de cabello largo y ensortijado, que iba vestido con un abrigo ancho de cuadros.

                —Relájese cucho, nosotros no somos bobos —contestó La Culebra, levantándose.

                —No, calmaos, nosotros no estamos diciendo eso.

 

Eran profesores. Uno de sociales, dos de español y una de artes. Nos hablaron de las actividades en la escuela y del impacto social que tenían. Nos dijeron que, si lo queríamos, podíamos asistir a las clases y, quizás, algún día llegar a ser profesores populares como ellos.

 

                —Lo que distingue a un profesor popular es que toda su práctica docente está volcada al reconocimiento y atención de las necesidades de los niños y muchachos de los barrios populares. Nosotros no tranzamos por plata, ni nos arrodillamos ante ningún poder. Nuestra prioridad es enseñar la libertad, la autonomía, el amor y también el respeto por lo que realmente importa: la gente y su comunidad.

 

Al final, terminamos volviendo a la fiesta en el campamento y pudimos saber en detalle lo que estaba a punto de suceder. Esa noche quedó pactado que en varios de los barrios de Suba se comenzarían a estructurar las primeras líneas. Y nosotros, a pesar de ser apenas unos niños, nos comprometimos a organizar la primera línea de Atenas, que era como se llamaba nuestro barrio.

 

*

 

En tres semanas ya teníamos bandera, los primeros escudos y overoles para todos. La mayoría de los entrenamientos los hicimos en la terraza de mi casa y en el humedal. Los primeros, claro, fuimos Luis, La Culebra y yo. Luego se sumaron cuatro pelados más. Al final, éramos ocho muchachos y cuatro peladas. Como no éramos tantos decidimos que lo mejor era entrenarnos para ser segundas líneas. Confeccionamos caucheras, capalobos y hasta llegamos a tener una honda que el abuelo de Luis sabía usar. Fue a él a quien le enseñó cómo usarla; con esa cosa se podía acertar con una piedra a veinte metros de distancia, impactando con una fuerza tremenda.

Nosotros atendíamos los llamados a tropel y las actividades de la gente del campamento. El veintiocho de abril estalló el Paro. En Suba desde el primer día estuvimos todos movilizados. En el mercado nos dieron permiso para faltar todas las veces que hiciera falta siempre que fuera para asuntos de la movilización. Mi madre, aunque asustada, me daba la bendición todas las mañanas y todas las noches. Y yo me sentía protegido por su fe, por mi fervor y por la causa.

Luis se volvió un experto en reventar escudos de los antimotines. Los partía por arriba o a la mitad. Tenía una puntería brutal. Y como los tropeles se hacían más violentos cada día su habilidad era más que bienvenida. Luego, su puntería sirvió para malograr los cañones de las tanquetas o para dañar las Venom, las cajas lanzagranadas que el enemigo estrenó para el Paro Nacional de dos mil veintiuno.

Mi hermano mayor, que había conseguido un buen trabajo y estaba ganando un poco más de dinero, me regaló un láser. Cuando lo encendía en medio del humo y los gases el haz de luz adquiría cuerpo y se parecía a las espadas de Star Wars. Su alcance era increíble y no había nada que pudiera escapársele, ni siquiera los helicópteros que mandaban a gritarnos cosas y a alumbrarnos con reflectores. Muchos segunda línea de Suba tenían láseres y durante los tropeles nos juntábamos quince o veinte manifestantes que los tuviéramos y los apuntábamos todos al mismo objetivo; las rendijas de las tanquetas, las barrigas de los helicópteros o los visores de los cascos de los antimotines.

La Culebra, finalmente, era una verraca a corta distancia con la cauchera o para lanzar piedras a mano limpia. Además, ella confeccionó el mejor escudo y era capaz de salir a los ataques por los flancos, acercándose peligrosamente a los agentes, de frente, sin la protección de los muros de escudos de las primeras líneas.

Los tres, junto al resto de compañeros de nuestro barrio, operábamos juntos. Mi apodo de Azulejo, o ‘Azul’ a secas, se volvió mi nombre de guerra, para dificultar que me reconocieran. A La Culebra le seguíamos diciendo así —ella se llamaba Sandra— y a Luis le decíamos Ele.

Al principio, a los primeros tropeles llevamos a Fiba, que ladraba sin cesar y corría de un lado a otro como si creyera que el tropel no era más que un enorme y brusco juego, que era el tipo de juego que a él más le gustaba. Sin embargo, otros primeras líneas me advirtieron del peligro que corría el perro en esas circunstancias porque podían dispararle o atropellarlo, de manera que desistí de llevarlo. Fueron innumerables los tropeles a los que salimos, casi todos en la Avenida Ciudad de Cali. Allí, sobre ese ancho cauce, murieron personas y animales; manifestantes alcanzados por la munición ilegal del Enemigo o por sus tácticas asesinas —a un muchacho le partieron el cráneo con el disparo parabólico de una lata—, perros y gatos atropellados por las tanquetas, pájaros asfixiados por el gas. Pero, a pesar de poner nuestras vidas en peligro, estábamos seguros del sentido y la urgencia de nuestras acciones y no íbamos a detenernos.

Una noche estábamos los tres junto al resto de los pelados de Atenas en un enorme bloqueo que había cortado tanto la Avenida Suba como la Avenida Cali. El bloqueo empezó a las tres de la tarde y, en principio, sería una toma cultural. Se levantaron carpas y varias hileras de mesas improvisadas en donde se compartieron materiales para pintar, de manera que la gente hiciera sus propias pancartas. Sin embargo, antes de que el sol hubiese caído el Enemigo llegó desde las colinas, bajando por la Avenida Suba.

La Culebra, Luis y yo nos imaginamos que la arremetida sería directa. Y así fue. Tres tanquetas se asomaron a diez metros de la intersección de las dos avenidas; varios agentes acorazados desmontaron las Venom de las tanquetas y, poniéndolas a ras del suelo, dispararon contra los manifestantes que, por fortuna, ya estaban resguardados tras el muro de escudos de las primeras líneas. La lluvia de bombas aturdidoras y gases fue constante y las líneas tuvieron que ir retrocediendo. Sin embargo, el consenso general fue que no se debía ceder la intersección; la semana anterior el terminal de buses del Portal Suba, que está a un costado de la intersección, había sido usado como centro de torturas de manifestantes detenidos, por lo que las primeras líneas estaban decididas a atacarlo esa misma noche. Dada la violencia con la que nos estaban bombardeando había que reaccionar. Pero a esa hora, todavía con luz y debido a la distancia desde la que nos disparaban con las Venom y los lanzagranadas, era imposible alcanzarlos, excepto si nos acercábamos lo suficiente.

La Culebra, Luis y yo organizamos al resto de los muchachos de Atenas y corrimos hacia uno de los costados de la avenida. Allí nos encontramos a por lo menos veinte muchachos más rompiendo piedras y ladrillos para confeccionar proyectiles que se pudieran lanzar contra los antimotines. Yo busqué al líder de ese combo y pactamos atacar de manera directa a los agentes que operaban las Venom antes de que mataran a alguien.

Nos organizamos en tres filas. Desde la esquina en la que estábamos, opuesta a la esquina en donde estaba el Portal Suba, debíamos atravesar un caño para alcanzarlos. Sin embargo, ese caño podía servirnos de trinchera y darnos un mínimo resguardo. Corrí detrás del líder del grupo de manifestantes al que nos unimos; los antimotines nos vieron y comenzaron a dispararnos bombas y gases. Deslizarse hacia el fondo del caño fue muy difícil con las explosiones detonando por doquier; a pesar de todo y por fortuna ninguna de las bombas me cayó encima. Remontamos la pendiente desde el fondo del caño y, cuando salimos, varios agentes intentaron cubrir a la primera Venom, que estaba al lado del caño, con sus escudos, pero éramos demasiados y logramos hacer retroceder a los antimotines. Sin embargo, antes de que pudiéramos capturar la Venom todos los agentes que habían llegado se lanzaron sobre nosotros, en masa, de tal forma que tuvimos que volver al caño y, desde allí, tratar de hacerlos retroceder a punta de piedra. La Culebra, enardecida, no daba su brazo a torcer lanzando una roca tras otra hasta que ya no tuvo nada más que lanzarles. Luis, asustado por la proximidad de los antimotines y por la cantidad de bombas que nos estaban tirando nos convenció de retroceder.

Mientras lo hacíamos dos muchachos del otro grupo terminaron heridos, uno de gravedad, al haber recibido el impacto de una canica en un ojo.

De vuelta en la otra orilla de la avenida Luis comenzó a dispararles con la honda. La Venom que por poco capturamos estalló en pedazos con una certera pedrada de él. La noche cayó y nosotros seguimos arremetiendo desde nuestro flanco. Los antimotines gastaron casi toda su munición durante la llegada y en la primera hora de enfrentamientos por lo que, una vez caída la oscuridad, se lanzó un ataque masivo desde varios frentes que incluyó el uso de ‘voladores’ que, al estallar, aturdían y cegaban con su colorido fulgor. Los agentes, abrumados, sin municiones y superados en número retrocedieron colinas arriba por la Avenida Suba.

Los de la séptima línea reportaron que al oír los radios interceptados del Enemigo se escuchaba una orden general de retirada de los agentes de la zona. Por ello se lanzó el ataque contra el Portal de Suba, cuya fachada quedó destrozada, en represalia por el uso que se les había dado a sus instalaciones.

Pero no todo eran tropeles. También acudimos a los aniversarios del Paro tanto en Héroes como en Portal Resistencia. A estos eventos acudía mucha más gente, se alquilaban sistemas de sonido y las fiestas que se montaron fueron monumentales.

Las actividades lúdicas, las tomas culturales, los bloqueos artísticos, las bibliotecas itinerantes y las obras de teatro en la calle también eran resistencia y, por fortuna, no siempre fueron reprimidas con violencia. Fueron muchas las tardes en las que esas actividades se pudieron celebrar sin interrupciones ni agresión. A mí esas actividades eran las que más me gustaban pues la comunidad y, en especial los niños, podían salir y compartir en paz. Además podíamos llevar a nuestros perros, algo que, como ya he contado, era impensable en los tropeles.

 

*

 

Los días y semanas fueron pasando y la lucha se extendió por demasiado tiempo.  La gente, el pueblo, no podía soportarla más. Los bloqueos de las vías en todo el país, la parálisis del transporte en las ciudades y las concentraciones espontáneas y disruptivas de la normalidad contribuían a la crisis económica. La situación antes del Paro ya era desesperada para infinidad de familias por lo que, a principios de agosto, la insurrección popular ya estaba declinando.

Sin embargo, todavía nos quedaba el campamento. Y fue por eso por lo que el nueve de agosto, a sabiendas de que se ejecutaría un operativo gigantesco, varias primeras líneas de Suba nos pusimos de acuerdo para cortar todos los accesos al humedal de manera que no pudieran desalojarlo. Sabíamos que sería una lucha desigual y terrible, pero nadie quería dar su brazo a torcer. Y esa noche, luego de haber estado toda la tarde bloqueando la entrada al humedal desde el Rincón de Suba, teniendo al muchachito de San Cayetano entre mis brazos, sangrante y delirando, supe que el final de nuestra lucha era inminente.

Corrimos, junto a La Culebra y Luis hasta regresar a San Cayetano. Los amigos del pelado iban con nosotros y nos dijeron en dónde vivía. La madre del muchacho nos increpó, pero luego, cuando fue consciente de que su hijo llevaba saliendo a los tropeles desde el inicio del Paro, se resignó y supo que nosotros no teníamos la culpa. Dejamos al muchacho con ella y nos fuimos.

Desde San Cayetano se escuchaban las explosiones y los gritos. Cuando volvimos a salir a la Avenida Cali nuestros corazones se descompusieron. La mitad de las fuerzas del Enemigo ya había penetrado el humedal y estaban al borde del campamento, a punto de entrar en él.

Pudimos entrar en el humedal desde la retaguardia y nos reintegramos al combate. Pero era inútil. Si bien los refuerzos desde el Portal de Suba no habían conseguido cruzar para encerrarnos, la fuerza que nos había atacado desde el principio había sido directamente reforzada por el camino que ellos habían abierto y ahora nos enfrentábamos con agentes descansados, frescos, que podían sostener el combate durante muchas horas más.

El desalojo del campamento fue violento, cruel y miserable. Muchos fueron capturados, otros heridos; por eso al salir de regreso hacia el centro de Suba por el camino quemamos dos buses y levantamos varias líneas de barricadas.

Esa noche toda Suba se volcó a las calles. El rumor de la toma del campamento hizo que la gente, desde los niños hasta los ancianos, saliera a apoyar la revuelta. Era claro que el final del Paro estaba cerca, de manera que las reformas del gobierno no podrían ser detenidas, por lo que el deseo de confrontación de muchos aumentó en ese último momento. Con un futuro negro por delante no restaba nada más que expresar toda la rabia e inconformismo acumulados.  Y quienes acabarían pagando por ello serían las fuerzas del Enemigo que habían estado intentando avanzar por la Avenida Ciudad de Cali, hacia el humedal, y que acabaron rodeadas por todos los flancos. Esa noche, a diferencia de la mayoría de las noches de tropel en Suba, muchos agentes fueron heridos. Y sus compañeros que habían entrado al humedal se quedaron estacionados allá y no los ayudaron. El combate duró hasta la madrugada. Cuando llegó el momento de retirarse debido a la extenuación y a la posibilidad de que llegaran más antidisturbios, vi en las caras de mis compañeros una palpable desesperación y tristeza.

Al otro día La Culebra y yo fuimos a visitar al pelado de San Cayetano. Ya estaba en su casa, de regreso. Cuando le dijimos lo que había sucedido la noche anterior se puso a llorar. Y si bien nosotros no derramamos lágrimas, nuestro espíritu sí que lloraba, adolorido, presa de una desazón indecible.

No sería fácil recuperarse. No era sencillo imaginar un futuro luego de todo lo que habíamos vivido. Pero no teníamos alternativa. Y la semilla de la rebeldía ya estaba sembrada. Su fuerza estaría viva y regresaría tantas veces como fuera necesario. Nuestra localidad había cambiado. Éramos distintos. Ahora sabíamos lo que teníamos. Y aún podríamos reanudar la defensa del humedal, a su tiempo, cuando el momento sea propicio.


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