(Cuento). Las Brujas. (Segunda parte). Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)


2.
El vuelo a través de la noche me devolvió la calma. La tensión que no me había permitido conciliar el sueño había sido un presentimiento; sabía que las niñas serían raptadas y, por ello, no tuve paz. Pero la noche era como un río que nos sumergía con su penumbra, un río ligero y sereno como los vientos que soplaban sobre las nubes. Cuando comenzamos el descenso hacia Puerto Lleras, a pesar de la oscuridad, vimos la selva abriéndose hacia lo profundo del infinito horizonte; la escasa luz que atravesaba la corriente de las nubes nos bastaba, al habernos transformado en aves, para poder ver la floresta tupida y calurosa.

El cuchicheo de los micos nocturnos se oyó apenas bajamos de las alturas. Primero sentimos sus chillidos, pues el vuelo de unas aves enormes no iba a dejarlos indiferentes. Luego, cantaron como los búhos, como si nos dieran la bienvenida, al saber que no éramos aves de presa. El murmullo de su canto se juntó con el de un verdadero búho, que se unió a los micos con las notas de su voz. El ave nocturna estaba sobre la rama de un árbol que guardaba la entrada de la casa que habíamos levantado en Puerto Lleras.

Las niñas también se pusieron a cantar una vez tuvieron el suelo bajo sus pies. Todas agradecimos la suerte y la bienaventuranza del vuelo cobijado por la noche. Entramos a la casa y encendimos un gran fuego en su centro. Mi hermana mayor se sentó con las niñas, abrigándolas con su abrazo, enseñándoles a mirar dentro de las llamas para que el fuego les hable. Mi otra hermana y yo nos pusimos a juntar leña, a cortar algunos tubérculos y verduras y, pronto, sobre las llamas estuvo el caldero en el que prepararíamos una poderosa sopa.

Las niñas comprendieron pronto el arte de las señales en las llamas. En las figuras que el fuego les mostró reconocieron a uno de los mayores de su tribu. El viejo hombre, al haberse manifestado, les hablaba y trataba de indicarles el lugar en el que se habían ocultado. Sin embargo, cuando me acerqué a ver lo que las niñas estaban mirando, reconocí en la voz del mayor una tonalidad ajena, como si la voz de alguien más estuviera entrecruzándose con la de él. El fuego se alimenta del aire, toma su fuerza del viento, respira y necesita que el aire circule para poder crecer y enardecerse. La voz del mayor se manifestaba en el fuego gracias al viento. Desde la selva, el mayor hubo de sentir la mirada de las niñas, de manera que comenzó a hablarles desde lo profundo de la floresta. Y los brujos del enjambre, que nos estaban buscando, tuvieron que percibir el hilo de su voz, viajando en las partículas del aire, hasta nosotras.

Apenas noté esto cubrí los ojos de las niñas y me las llevé a uno de los cuartos. Mis hermanas se quedaron frente al fuego.

En dos cuencos de barro les serví un poco de sopa a las niñas, para que repusieran fuerzas. Hechicera, me dijo una de ellas, ¿por qué nos apartaste de las llamas? Yo acaricié la mejilla de la niña, la miré a los ojos y le dije, porque la conversación que estabas teniendo con el mayor estaba siendo escuchada por unos oídos necios. No debemos dejar que ellos sepan en dónde estamos. Comí junto a las niñas, que luego de saciarse se quedaron dormidas.

Salí del cuarto y el brillo de las llamas me cegó; la fogata había crecido y no quemó el techo sólo porque nosotras habíamos imaginado una casa de tres pisos, en cuyo centro había un espacio abierto, como un patio interior, que ascendía hasta el techo del tercer piso sin interrupciones. Al acercarme escuché a mis hermanas recitando una larga letanía, en voz baja.

Sus palabras trataban de atrapar la presencia del brujo en el fuego. Se trataba sólo de uno de los brujos del enjambre, que por alguna razón había dado con las palabras del mayor que, como dije, viajaban hasta la casa cargadas por el viento.

Entonces el fuego comenzó a sofocarse, hasta que su brillo amainó; mi hermana mayor se quedó sentada cerca del fuego, continuando con la letanía; mi otra hermana, la mediana, se levantó y se puso a mi lado. Hermana, dijo, uno de los brujos está cerca de los tinigua. Ellos se adentraron en la selva, bien al sur, y el grupo que dirige ese brujo podría acabar encontrándolos. Pero Lucía nuestra hermana mayor pudo ver que están a la orilla del río Guayabero; si logran cruzar el río es más que seguro que darán con las huellas de los tinigua. ¡Tenemos que ir hasta allá! Que mi hermana me dijera eso me sorprendió. ¿Cómo así, vamos a ir ya? Sí, porque Lucía no va a poder sostener esa letanía mucho tiempo, pero mientras ella la sostenga, el brujo se quedará quieto. Tenemos que ir hasta donde está, envolverlo en un círculo de sal y entonces el tipo quedará atrapado en estas llamas. Si lo apresamos podremos saber más de lo que esos tipos están pensando hacer.

Mi hermana y yo salimos de la casa. Antes de irnos, pasé por el cuarto donde dormían las niñas, y adherí a sus frentes una palabra profunda y colorida que las mantuviera dentro de un sueño luminoso y tranquilo. Una vez afuera, nos fijamos en que nadie nos viera y levantamos el vuelo.

La madrugada se acercaba, por lo que volamos tan alto como pudimos y rondamos las alturas hasta que dimos con una corriente que nos empujó con fuerza hacia el sur. Cuando olimos el aroma del Guayabero ascendiendo desde la selva nos lanzamos en picada; gocé con la caída al lanzarnos desde el oscuro cielo, los velos de las nubes iban deshojándose hasta que la tierra negra se manifestó con su tono firme y opaco; entonces sentí un vértigo y una emoción muy poderosas, todo mi cuerpo se llenó de una vigorosa emoción, un ingrediente magnífico para encender la magia.

Pronto pudimos ver al brujo y a sus hombres, armados con fusiles y machetes. Tenían una hoguera y estaban en la playa del río. En medio de la oscuridad no podían ser más visibles. Le dije a mi hermana que me dejara entrar primero, para atacar a los hombres y desconcertarlos; entonces ella podría dedicarse a trazar el círculo de sal para atrapar al brujo.

Doblé bruscamente sobre la corriente del río, al terminar mi descenso en picada, y avancé contra los hombres casi a ras del agua. De los doce hombres armados, sólo tres y el brujo estaban despiertos. No me vieron llegar, pues nuestro vuelo era silencioso. Pasé sobre las cabezas de los centinelas y les arranqué, con mis garras, el cuero cabelludo. Los tres hombres gritaron de dolor y espanto, con las manos sobre las cabezas; la sangre les corría a chorros sobre la cara, quedándose ciegos por un instante. Yo di un giro en el aire, luego de ese primer embate y volví a lanzarme en vuelo rasante contra el resto de los hombres que se habían levantado por los gritos de sus compañeros. Atrapé a uno de los tipos, uno joven, agarrándolo con las garras por los hombros. Clavé mis uñas en su carne, haciéndolo sufrir, para que sus gritos incrementaran el pánico en el resto de sus compañeros. Lo levanté en el aire, y los alaridos del pobre diablo se oyeron tan lejos que los tinigua los escucharon y recibieron la alerta.

Mientras los secuestradores que todavía estaban vivos intentaban huir por las orillas del río, el brujo, que había estado intentando en vano deshacer nuestro encantamiento de aves negras, para devolvernos a nuestra forma humana, había quedado encerrado en el círculo de sal. Mi hermana se rio con malicia cuando lo vio desaparecer. Mientras volábamos de regreso, nos deleitábamos pensando en lo que Lucía le estaría haciendo; aquel brujo no conocería ninguna clemencia ni descanso hasta que supiéramos cuáles eran las intenciones de sus jefes.

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