(Cuento). Las Brujas. (Quinta parte). Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
Si las niñas tinigua iban a recibir otras visiones sería de sumo provecho para nosotras que pudieran recordarlas con propiedad y, además, aventurar algunas interpretaciones o apreciaciones de lo que hayan visto. La posibilidad d
e mirar en la visión del otro es limitada y no siempre se logra ver todo lo que la persona que recibió la visión vio. Por eso decidimos centrarnos en las visiones. Durante dos semanas nos quedamos en la casa de Puerto Lleras enseñándoles a las niñas los principios que debían conocer para, antes de nada, reconocer una visión y, además, saber identificar sus elementos esenciales. En esta materia, de las tres, la más experta soy yo, que he dedicado más tiempo a estudiar y profundizar en la naturaleza de los sueños y las visiones. Por ende, todas esas noches acompañé el sueño de las niñas, cuidándolas de que no fueran visitadas por ninguna entidad peligrosa ni que se aventuraran ellas mismas a visitar lugares que entrañaran algún riesgo para su integridad. Además, de esta forma pude influir en los sueños que tuvieron, entrar en ellos y continuar sus lecciones mientras soñaban.
Durante
aquellos días mis hermanas también participaron de las lecciones. Lucía les
enseñó a las niñas sobre las plantas y yerbas que propician que la mente se
disponga a soñar o a recibir visiones. Gabriela, por su lado, les enseñó
invocaciones y rituales que se pueden usar antes de dormir para proteger el
sueño o para llamar a una entidad o una visión particular.
Luego de
esas dos semanas, el siguiente domingo, Gabriela, Lucía y yo estábamos en la
cocina, preparando un guiso de verduras, cuidando el arroz y terminando de
ablandar unas papas. ¿Cuántos días llevamos aquí? ¿Quince? Y ese brujo no ha
dicho una palabra, dije yo, revolviendo el guiso y agregándole pimienta. La
verdad es que ninguna de las tres ha querido dedicarse de lleno a eso ¿no? Dijo
Lucía, trayendo la flama que aprisionaba al brujo. La energía que vamos a tener
que invertir en esto es demasiado grande ¿quién va a querer metérsele a eso?
Casi que dan ganas de pedirle a una entidad más alta que se encargue, agregó
Gabriela, apartándose de la flama para lavar los platos que íbamos a usar para
servir el almuerzo. Mientras los tinigua sigan sin contactarnos podemos dejar
al brujo quieto, pero ellos no van a demorarse en aparecer y nosotras necesitamos
tener una mayor claridad sobre lo que estos tipos están buscando, no podemos
seguir postergándolo, hoy mismo tenemos que sacarle la verdad, sentenció Lucía.
Pero ¿cómo? ¿Vamos a desgastarnos las tres, para obligarlo a las malas? Preguntó
Gabriela. No, dije yo y mis hermanas me miraron, ¿ustedes se han acercado al
fuego? ¿Han tratado de darse cuenta de cómo ha estado comportándose la llama?
Mis hermanas asintieron. Ustedes saben que éste no es un brujo cualquiera, el
que tenemos atrapado aquí es uno de los mayores del enjambre y, si se trata de
soportar castigos, éste va a poder aguantarlos por un largo tiempo, así que no
creo que nos convenga tratar de doblegarlo con el dolor que podamos ejercer
sobre él. Mis hermanas se quedaron en silencio, a la expectativa de lo que iba
a proponerles. Yo tomé la flama y la llevé, antes de terminar de hablar, al
patio de la casa y la dejé sobre la tierra; luego regresé a donde mis hermanas.
Lo mejor que podemos hacer, continué diciendo, es engañarlo, y yo me he dado
cuenta de algo que va a permitirnos averiguar lo que necesitamos saber sin
necesidad de ninguna violencia explicita. Entonces señalé al cuarto donde
estaban las niñas. El brujo sabe que las niñas están aquí y sabe que ellas son
tinigua, sabe que son las niñas que por poco se robaron y desea tenerlas, su
deseo es tan intenso que he podido verlo mirándolas; así que lo que vamos a
hacer es lo siguiente, ustedes se van a llevar a las niñas después del
almuerzo, pero yo me voy a quedar aquí en la casa y voy a fingir que soy una de
ellas, fingiremos que dejamos a la mayor encargada de cuidar la casa mientras
las demás salen para que el brujo crea que tiene su oportunidad de escapar,
entonces lo dejaremos creer que su deseo se hará realidad y, así, lo pondremos
en una situación de suma vulnerabilidad, de manera que acabe confesando, sin obligarlo,
la verdad detrás de todo esto. Lucía enarcó las cejas y carraspeó, hermana, eso
suena muy forzado, ¿y si el tipo se nos escapa? Yo asentí, pero en seguida
acoté lo dicho por mi hermana mayor. Si nos cansamos las tres de castigarlo y
de hacerle daño, puede que se escape por nuestra debilidad, así que de una
forma u otra nos estamos arriesgando, sin embargo, si lo engañamos al menos
tendremos una ventaja que podremos usar contra él. Gabriela parecía convencida,
pero Lucía no. Me acerqué a mi hermana mayor. Confíe en mí, Lucía, no es la
primera vez que voy a usar una treta como ésta y, además, usted puede echarme
una mano para que el engaño salga bien, todo lo que vamos a necesitar es
convencer a ese señor de que consiguió escaparse. ¿Cómo así? Dijo Lucía de
golpe, ¿usted piensa soltar al brujo? No realmente, le contesté, pero hay que
darle la sensación real de estar escapando, porque de eso va a depender todo.
Lucía seguía desconfiando, pero accedió, viendo que la otra opción, la de
forzarlo, implicaría un esfuerzo aún mayor sin ninguna garantía.
Mis
hermanas fueron por las niñas. Yo, por mi parte, traje de nuevo la
flama-prisión y la puse debajo de una olla llena de agua y yerbas aromáticas.
Servimos el almuerzo y nos pusimos a comer. Niñas, dijo Gabriela, Nikwaisi
(agua) necesita que la llevemos hoy al odontólogo, vamos a aprovechar que
estamos en Puerto Lleras todavía para hacer que la revisen; mañana vamos a
volver a entrar en la selva y allá no vamos a tener esa posibilidad. Entonces
yo tomé el plato de la mayor, que había terminado de comer. Tú, Icisa (fuego),
te vas a quedar en la casa, eres la mayor y la responsabilidad de quedarte a
cargo de la casa te va a venir bien, entonces tomé la flama, que ya había hecho
hervir el agua en la olla, vas a tener que vigilar muy bien esta flama, pues
dentro de ella está el brujo endemoniado. Icisa, sonriente, asintió mientras
miraba dentro del fuego.
Luego de
organizar la casa mis hermanas se fueron. Yo me oculté en el cuarto de las
niñas; trencé mi cabello usando el hilo de una araña amazónica que permite
personificar a otros y cambié mi cuerpo de mujer adulta por el de una niña. La
transformación me produjo un vértigo muy intenso, pues en verdad me sentí
menor; mi fuerza física disminuyó, mi voz cambió y las sensaciones en mi cuerpo
se hicieron más sutiles. Además, sentí cómo dentro de mi vientre se movían mis
órganos, transformando radicalmente la forma y los ciclos de mi ser. Cuando
pude dominar el mareo salí al espacio central de la casa, junto a la cocina.
Sobre una mesita estaba el cilindro de bronce desde el que se alzaba la flama,
que no se extinguía pues su sustento era mágico. Comencé a organizar algunos de
los trastos que habían quedado dispersos luego del almuerzo. Podía sentir la
mirada del brujo, sus ojos flamígeros seguían cada uno de mis movimientos. Pronto
hubo de dirigirme la palabra. Niña, ¿no quieres un poco más de luz? Esa cocina
está a oscuras. Volteé a verlo y, sin mediar palabra, tomé el cilindro y lo
puse sobre el lavaplatos. Mientras fregaba una olla, el brujo continuó
hablándome. Niña, ¿quieres que te cumpla un deseo? Yo miraba a la flama y
continuaba con mi labor. Niña, en la selva hay alguien esperándote ¿no quieres
saber quién es? El brujo continuó lanzando sus palabras, pero yo lo ignoraba,
sin embargo él sabía que podía oírlo. Niña, ¿no te gustaría ser una mujer? Yo
puedo hacer que crezcas, yo puedo iniciarte. Al decir esto me detuve, sequé mis
manos y levanté el cilindro. Mientras miraba dentro de la flama, le dije ¿y
cómo vas a hacerme mujer tú? La voz del brujo tardó un momento. ¿Y cómo no voy
a hacerlo? Si soy hombre y además conozco muchos secretos. ¿Qué quieres a
cambio? Le pregunté. Llévame a la selva y no preguntes nada más.
Me llevé
el cilindro y salí al patio. Desde allí busqué un estrecho camino de tierra por
el que se podía salir a la avenida, sin pasar por las calles contiguas donde
vivían nuestros vecinos. Al asomarme no vi a nadie caminando por la vía
principal, por lo que la crucé a toda velocidad, con el cilindro y su flama
sostenidos por mis manos, hasta que logré entrar en los matorrales. Avanzamos
por la maleza hasta que conseguimos asomarnos al río. Niña, dijo el brujo, tú
no podrás cruzar al otro lado, tírame al agua y luego lánzate, cuando el
cilindro toque el agua seré libre y te llevaré al otro lado del río. Hice tal y
como me dijo, lancé primero la pieza de metal y luego me tiré yo. Al dar una
voltereta en el aire pude ver a Lucía, con los ojos bien abiertos, mirándome
desde los matorrales.
Me hundí
en el agua y me asusté al sentir la fuerza de la corriente. A duras penas
conseguí sostenerme sobre la superficie, pero la corriente amenazaba con
llevarme a lo profundo. Entonces sentí como si una larga y gruesa serpiente se
enrollara alrededor de mis caderas; aquella forma se aferró a mí y me jaló bajo
el agua. Estando bajo la superficie sentí verdadero temor de acabar ahogada.
Sin embargo, pronto estuvimos del otro lado. El cuerpo de la serpiente me dejó
sobre una enorme raíz; la serpiente era negra y se ocultó bajo la hojarasca. Me
repuse del ahogo que tenía, luego miré a mi alrededor, pero ya no pude ver a la
criatura de escamas negras. Entonces el viejo hombre se mostró, tras un tronco,
luego de un instante. Sus ojos estaban enrojecidos y su piel estaba muy ajada.
Se veía cansado, pero estaba sonriente. Niña, ¡has hecho lo que te dije! Ahora
cumpliré mi promesa. El viejo hombre se abalanzó sobre mí, tratando de forzarme
a abrir las piernas. Respiraba pesadamente y jadeaba; desde su boca escurría
una babaza espesa y su aliento era de una fetidez insoportable. Sentí una
angustia terrible oprimiéndome el pecho, pues el hombre, a pesar de su vejez y
de haber sufrido el encierro en la flama, tenía fuerzas de sobra para
someterme. Yo me escurrí entre sus manos y, antes de que me jalara de regreso
bajo su cuerpo, reventé uno de los hilos de la araña en mi cabello y mi cuerpo
dio una fuerte sacudida, al estirarse de golpe y recuperar su envergadura de
mujer adulta. El brujo abrió los ojos de par en par, pero no consiguió
reconocerme enseguida. ¡Maldita bruja, maldita bruja! Comenzó a gritar,
mientras buscaba a tientas en el suelo, entre las hojas secas y las raíces, un
objeto muy pequeño que había conseguido conservar durante su presidio flamígero.
Mientras él estaba ocupado con su búsqueda, tomé un colmillo de jaguar que
tenía colgado del cuello y lo usé para volver a cambiar mi forma. El brujo, a
su vez, encontró la semilla que estaba buscando, una semilla negra y diminuta
que, al tragársela, le concedió una enorme fuerza y agilidad. El brujo comenzó
a correr hacia lo profundo de la selva, tropezándose y cayéndose en más de una
ocasión. La piel de sus piernas fue abriéndose con pequeños cortes, de manera
que a lo largo de su recorrido fue dejando el rastro de su sangre. Dicho rastro
me sirvió para aumentar la fuerza de la invocación que estaba reuniendo
mientras lo seguía. Entonces, en un momento en que el viejo brujo cayó dentro
de un estanque relativamente hondo, yo me dividí en varias figuras y, al
emerger de las aguas, el brujo se encontró rodeado por ocho jaguares adultos.
Al vernos, se quedó quieto, con el agua cubriéndolo hasta la cintura. ¿Quién
eres, bruja? Tienes que ser una de las forajidas que andan con las niñas
tinigua ¿sí? ¿Qué es lo que buscas? Las figuras de los jaguares descendieron hacia
la orilla del pozo, de manera que el brujo podía sentir en su barriga la
vibración de nuestros rugidos. ¡Espera! Espera, detente, déjame ofrecerte algo.
El brujo mantenía las palmas abiertas, en alto, pero de forma casi
imperceptible estaba murmurando una invocación. Decidí que había que asustarlo
un poco, para que no intentara usar sus poderes, por lo que me lancé sobre él,
mordiendo una de sus manos, jalándolo de esta forma de vuelta al agua, en donde
lo herí con mis garras; con mis fauces tiré con fuerza, hasta que la mano se
desprendió. Salí, entonces, de un salto, y me puse sobre el brujo, que daba
alaridos de dolor. ¡Detente, bruja! Para ya, ¡es mucho lo que puedo darte!
Entonces apareció un hombre joven, también brujo, quien portaba una larga vara
de madera nudosa, cuyas propiedades sirven para anular la magia. Con la vara el
joven golpeó las imágenes de los jaguares, hasta hacerlas desaparecer. Luego,
amenazándome con la vara, hizo que retrocediera; cuando estuve lo
suficientemente lejos, retiré el colmillo de mi boca y volví a adquirir mi
forma de mujer.
El brujo,
mientras tanto, se había postrado a los pies de su salvador. ¡Varón, poderoso
varón! Me has salvado ¿qué es lo que quieres? ¿Qué estás haciendo aquí? El
muchacho ayudó al brujo a levantarse. Te curaré esa herida si me llevas donde
tus jefes. Claro que sí, contestó el brujo, pero ¿quién eres? Yo te vi llegar
con las brujas, atrapado, y estuve esperando la oportunidad de liberarte, pero
sólo hasta ahora lo conseguí, quiero trabajar para tus patrones, pues estoy
harto de vagar sin rumbo. Claro, muchacho, claro, le dijo el brujo, mis
patrones no son de esta tierra, ni viven por aquí cerca, pero son muy generosos.
¿Cómo? Le dijo el muchacho. Mis patrones viven en la ciudad de las montañas,
muy lejos de aquí y por eso nos necesitan, el enjambre de mis hermanos cuida
que sus planes se ejecuten. ¿Y qué es lo que quieren de nuestra gente y de
nuestra tierra? Preguntó el muchacho. Pues ¿qué van a querer? Lo que desean
todos los hombres como ellos. Antes vinieron por el caucho, ahora vinieron por
el oro y mañana querrán la coca. Mis patrones vienen aquí por eso, más que
nada, por el oro y la coca, pero también quieren mujeres, quieren esclavos y
quieren algo más, que se esconde muy adentro, una piedra muy antigua y muy
valiosa. El joven brujo alzó la vara en lo alto. El viejo levantó sus brazos, a
su vez, para protegerse y cuando recibió el golpe de la vara, que no fue un golpe
con fuerza, escupió la semilla que se había tragado. En ese momento volví a
acercarme y el brujo, horrorizado, con la boca abierta, me vio bajo la sombra
de las altas copas de los árboles. Luego, cuando buscó a su joven salvador, se
encontró con los ojos de Lucía, que lo miraban con una ferocidad más intensa
que la del jaguar que le había arrancado la mano.
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