(Cuento). Las Brujas. (Tercera parte). Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
3.
La
estrella máxima, el sol, extendió la generosa potencia de sus rayos sobre el
mundo, sobre la selva tupida y el inmenso espacio, proyectándose hacia el
infinito cielo. Luego del amanecer alcanzamos, aún en las alturas, Puerto
Lleras. Como ya era de día no podíamos descender directamente a la ciudad, pues
corríamos el riesgo de que nos vieran cambiar de forma. Sin embargo, mi hermana
no tuvo problema con que yo me lanzara al vacío, en picada, para llegar pronto
al río y sumergirme en él.
Caí desde
lo alto como una daga soltada por la mano de un arcángel, dividiendo las aguas
con el impacto, hundiéndome hasta el lecho en un instante. La corriente estaba
fría en esa mañana y empujaba con una fuerza inusitada. Estando sumergida
recuperé mi forma de mujer. Lavé mis manos de la sangre seca, que había formado
costras bajo mis uñas. Cuando sentí que todo mi cuerpo estaba libre del rastro
de los desgraciados hombres que atacamos antes del amanecer, emergí y vi a mi
hermana nadando sobre la superficie del río.
Nadé tras
ella, hasta que llegamos a la orilla del lado de Puerto Lleras. Cubrimos
nuestra desnudez con un par de vestidos que confeccionamos, ocultas bajo la
maleza que estaba sobre la playa, mediante la condensación del agua en hilos
cristalinos que, poco a poco, adquirieron los colores que cada una quiso
agregarles con sólo imaginarlos. Estos colores, como los hilos, eran una
ilusión; se podría decir que, en cierta forma, caminamos a plena luz del día
desnudas, ante la vista de todos, que no podían ver nuestros cuerpos porque la
ilusión los hacía ver unos tejidos que, en realidad, eran agua pura,
transparente e incolora.
Cuando
cruzamos la puerta de la casa —también una
ilusión— en la que nos esperaban Lucía,
nuestra hermana mayor, y las niñas tinigua, la imagen ilusoria de los vestidos
se deshizo, dejándonos empapadas, además de encharcar la entrada. Ya no
podíamos seguir usando nuestra magia, pues estábamos agotadas; Lucía apareció y
se soltó a reír al ver nuestra sorpresiva desnudez. ¿Ustedes que hicieron la ropa
que tenían puesta? La dejamos tirada en el afán con el que salimos para la
selva. Ahorita pasamos por el mismo callejón en el que nos transformamos en
aves, pero la ropa ya no estaba. Alguien la recogió. Si no estuviera tan
agotada, dijo mi hermana mediana, hasta me iba a buscar esa blusa, porque me
gustaba mucho, pero quién se va a poner a salir ahorita. Yo, dije, yo voy a
salir a comprar un trapero, mire cómo quedó esa entrada, no quiero que el piso
se deshaga y se vuelva un lodazal, ¿cómo están las niñas? Bien, dijo Lucía,
están en el patio. Entonces Lucía se acercó hasta donde yo estaba. Tome,
Adriana, me dijo entregándome varios billetes, tráigase unas papas, una yuca y
unas verduras para el almuerzo, y huevos, queso y arepas para desayunar, también
necesitamos condimentos y sal, porque yo también estoy agotadísima, encerrar a
ese brujo en el fuego fue una labor pesadísima y no quiero ponerme a llamar
nada para comer.
Recibí los
billetes de la mano de mi hermana. Antes de irme pasé junto al fuego que
encerraba al brujo; ahora sólo era una flama delgada y danzarina, que cambiaba
de colores, oscilando entre el rojo y el amarillo y todos los tonos de naranja.
Rodeé la llama encantada y me asomé al patio; las niñas jugaban entre los
árboles bajitos que se alzaban allí. Al verme se acercaron. Hechicera, me
dijeron, cuando despertamos ya no estabas. Estuve cerca de la tribu, tuvimos
que ir a ayudarlos a pesar de lo peligroso que es entrar en la selva ahorita.
Vamos a tener que ir hasta San José —del Guaviaré—, lo más seguro es que la tribu salga a esa ciudad,
allá volverán a encontrarse con sus abuelas, hermanas y primos. Las niñas
sonrieron al saber que pronto volverían a estar con su familia. ¿Y tú,
hechicera? ¿Tú y tus hermanas se van a quedar con nosotras? Sí, así será, incluso
si a veces no nos ves, luego volverás a vernos, pues nunca tardamos mucho en
resolver lo que se nos presenta. Me agaché, para ponerme delante de las niñas.
Nosotras no somos tinigua, pero nuestras abuelas querían mucho a tu tribu y tus
mayores las quisieron mucho a ellas, por lo que siempre vamos a estar juntas.
Salí de la
casa. La habíamos levantado junto a una de las pocas avenidas pavimentadas que
tiene la pequeña ciudad-puerto. Al fondo se veía el río, ancho y caudaloso,
cuya superficie trastocaba el gris en verde pálido y en el color de las
aceitunas. Doblé en dirección contraria al río, buscando el centro del pueblo.
El cielo se había toldado, los vientres de las nubes habían formado una sola
pantalla de resplandores ahogados. Pronto habría de llover.
La gente
del pueblo no reparaba en mí. Al ser una ciudad joven, habituada a la visita de
colonos, comerciantes y viajeros, no era raro ver a una mujer como yo por ahí.
Luego de comprar los ingredientes que mi hermana me había pedido, y el trapero,
caminé de regreso a la casa con prisa, pensando en el hambre que tendrían las
niñas. Al entrar le entregué las cosas a Gabriela, nuestra hermana mediana,
excepto por el trapero; decidí que era mucho trabajo estar acarreando el agua
en baldes, así que materialicé un carrito de plástico, con ruedas, para poder
trapear todo el suelo sin tanto lío. Mis hermanas, sabiendo que aquello
mortificaría al brujo, cocinaron encima de la llama que lo encerraba; el
torpe brujo ardía de furia al ver la cacerola encima suyo y su ira alimentaba
al fuego, que se calentó tanto que los huevos y las arepas estuvieron cocinadas
en un breve instante.
Luego de
comer, al fin, pude irme a descansar. Invocar y materializar el carro para el
aseo había consumido mis últimas fuerzas. Mis hermanas cuidarían de las niñas
mientras yo dormía. Decidí recostarme en una hamaca que amarré en uno
de los cuartos del tercer piso, que estaba completamente vacío. Allí la brisa
de la selva me alcanzaba, trayéndome sus aromas, que yo amaba con todo mi ser.
Quizás porque podía oler a la selva en el viento, soñé que me encontraba en
ella; en mi sueño había vuelto a ser una niña y corría por un largo sendero que
se movía, porque el sendero era una serpiente. La enorme criatura se extendía a
lo largo de un valle hundido en lo profundo de la Serranía de La Macarena. De
repente, la serpiente se levantaba; yo corría con todas mis fuerzas,
atemorizada con la posibilidad de caerme. La serpiente estaba alzando su cabeza
hacia el cielo y yo, con enorme esfuerzo, alcancé su cráneo y me recosté sobre
él, poniendo mi cara frente a uno de sus ojos. El enorme ojo de la serpiente
gigante se abrió, pues estaba cerrado, y me miró y luego miró hacia arriba.
¡Mira! Dijo de repente, y yo alcé la vista también y vi una miríada de rostros
que giraban en un inmenso círculo, entorno a otros cuatro rostros que, juntos,
formaban la cara de Dios. La serpiente se dirigía a la deidad que reunía a
todas las deidades, ¡poderosa divinidad! Esta es la heredera de un linaje
antiquísimo que tú debes recordar. El ojo me miró de nuevo y me habló. Las
tuyas han caminado por tanto tiempo sobre la tierra, que incluso tuvieron
tratos con la bruja de Endor. Las tuyas siempre han sabido ver el futuro. Por
eso hicieron el pacto que te une a ti y a tus hermanas en un juramento
infalible.
La
serpiente entonces descendió, regresando a la selva. En mí se había encendido
un fuego que ardía con calma, llenándome con un fervor y una devoción que me
colmaban de una sensación de bienaventuranza; escuchaba las voces de todas mis
abuelas, que habían sido brujas y adivinas. Nosotras también participamos de la
gracia divina, decían, y la majestad celestial siempre nos ha mirado con
agrado. La cabeza de la serpiente avanzó por la floresta rebosante de vida
hasta una laguna. Entonces yo bajé de la serpiente y ella entró en el agua.
Desde lo alto llegaba un resplandor divino. La serpiente emergió de nuevo de
las aguas, mirándome a los ojos. En esta laguna tu madre y las hermanas de ella
sellaron el pacto. Ellas vieron que los tinigua serían destruidos por la
voracidad del hombre impío. Ellas quisieron prodigarle al pueblo de la selva la
misma protección que siglos atrás habían recibido otras tres, como ustedes, que
son sus ancestras. Ustedes siempre han sido tres. Una y otra vez tres. Las
primeras tres vivieron en la era sin violencia, cuando la humanidad sólo debía
cuidarse de la ferocidad de los animales, porque los hombres y las mujeres de
ese tiempo no hacían la guerra. Pero luego se levantaron las ciudades, se
erigieron los templos y los palacios de los reyes y las columnas de los
soldados recorrieron todos los rincones del mundo, buscando esclavos, buscando
poder. Las primeras tres se juntaron con tres hombres nobles, junto a quienes
vivieron una vida entera; con ellos, cada una, tuvieron una hija, la siguiente
generación. Estos hombres nobles vivieron y murieron sin conocer la naturaleza
de las brujas. Y así, tú también tendrás que encontrar a un hombre bueno, para
tener con él a tu hija, que habrá de recibir tu herencia. Serás feliz a su
lado, vivirán una vida completa, pero esa vida será un suspiro en tu largo
camino. Luego enseñarás a tu hija, así como tu madre te enseñó a ti. Tu madre y
tus tías vinieron en las carabelas que cruzaron el Atlántico, hace siglos,
sorteando inmensos peligros. Ellas habían salvado a una tribu de gitanos, que
regresó a oriente. Cuando su pacto estuvo completo vinieron aquí, y por dos
siglos se adelantaron a la espada de los conquistadores y conocieron la
civilización de la selva, que era tan distinta a todo cuanto ellas habían visto,
pues no había erigido ciudades ni coronado reyes ni enviado huestes armadas al
otro lado del mundo. De los pueblos de la selva conocieron mucho, tanto que
escribieron los libros que ustedes cargan. Ustedes deben seguir llenando esos
libros con la sabiduría de los pueblos de la selva. Y deben proteger a los
tinigua, que fueron quienes recibieron a tu madre y a tus tías aquí. Deben
protegerlos de lo que tu madre vio; su exterminio a manos de los hombres
débiles, cuya debilidad los hace furiosos, rabiosos, codiciosos y violentos.
Deberás oponer a sus armas la fuerza de tu magia. ¡Tienes un gran destino,
hechicera! Enorgullécete de tu linaje.
En ese
momento desperté. La hamaca había sido descolgada por mis hermanas —pues durante el sueño había empezado a
bambolearse con mucha fuerza— y puesta sobre el suelo. Las niñas tinigua estaban sentadas a
mis pies. Mis hermanas estaban a mi lado. Adriana, qué sueño tan hermoso, ahora
las niñas saben nuestra historia. Ahora ellas también recuerdan por qué estamos
aquí. Yo me senté. Sí, fue una visión muy bella, pero no descansé bien, ¡me
duele la espalda!
Hermosa historia del linaje de nuestras magas blancas y su lucha por sobrevivirse en un mundo occidentalizado que todo lo extermina y borra nuestras culturas ancestrales que estaban en connubio con la naturaleza. Me recuerda la historia de los Mohanes del Tolima y de mi gente bruja de ese gran valle del Tolima Grande. gracias por publicar esas historias que revivirán con la nueva generación de videntes que estan apareciendo en todo el planeta.
ResponderBorrarBuenas tardes, amigo. Mi familia materna también es del Tolima, del norte, de esa región que ha parido a tantos guerreros bravos y a tantas mujeres sabias. Me alegra mucho que haya captado el sentido profundo de estos relatos. En efecto, mi deseo esencial es que esta historia sea una memoria viva. ¡Qué vivan nuestras viejas tradiciones y la fortaleza de nuestros ancestros!
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