(Cuento). Ella, el magma. Por: Sebastián Leal. (San Francisco-Cundinamarca)
Ignis
aurum probat, miseria fortes viros
El fuego
prueba al oro, la miseria a los hombres
fuertes
Séneca
De no ser porque el anciano que
acababa de presentarse lo vio a los ojos por un instante demasiado intenso, se
hubiera desecho en lágrimas, tan largas que hubieran terminado sacándole por
los ojos un manojo de recuerdos que tenía de mejores tiempos, tan grandes como
el tamaño de mamuts junto con toda una selva de enmarañadas esperas postergadas.
Sólo él la seguía viendo a los ojos y su atención, que antes había estado atrapada por aquella inevitable y reciente ruptura amorosa, era ahora un péndulo que iba desde su propia incertidumbre, y la pregunta por el porqué de lo que estaba sintiendo, al origen de aquella presencia tan presente, incrustada como una flecha blanca en la mitad de un desierto o como un rayo rojo que partía una de las primeras rocas sobre la tierra. Sentía que era una fuerza centrípeta alrededor de ella.
Entonces se oyó un grito; los corazones de los presentes se sobresaltaron. Uno de los hombres más viejos, que antes había estado rascándose compulsivamente las rodillas y que la había acompañado a dicha reunión, el mismo que lo había observado justo en el instante en que creyó iba a ponerse a llorar, se puso de pie y manoteando se fue acercando a la pelirroja. La acusó de mentirosa, oportunista y de creerse superior a los hombres, se quejó de no haberle dado la palabra, de romper todos los acuerdos, de no respetar el lugar que tenía como mujer y el de él como hombre honorable y acompañante suyo en aquella reunión. Ella, aún sentada, lo miraba a los ojos y lo interpelaba con la serenidad de un océano nocturno ante los rayos: “eso no es cierto”, “así no fueron las cosas”, “las mujeres no tenemos que quedarnos calladas”, “usted no me apoyó”, “usted estuvo de acuerdo con la violencia de ese hombre”, “no debía permitir que ese hombre me atacara”.
Le comenzaron a hormiguear los dedos, los pies y los labios mientras escuchaba y observaba la disputa, y se preguntó en qué momento debería detener a aquel hombre próximo a pegarle a la chica. Los demás presentes guardaban un cómplice silencio. La esposa del señor histérico intervino con las sutiles formas de una abnegada esposa, pero sin olvidar del todo su condición de mujer libre. Le pidió a su esposo que se calmara y le sugirió a la pelirroja que lo dejara hablar así gritara, porque podía darle un ataque al corazón. La pelirroja le respondió que era él quien tenía que calmarse y no podía permitir sus señalamientos y formas desobligantes. El anciano procedió a rodear a su esposa y a señalarla de acusarlo de mentiroso también.
Él, a su vez sentado, seguía observando cada gesto de la pelirroja. Cada vez que intervenía con su voz incandescente era como si los gritos del viejo se apagaran y sus formas fueran cada vez más infantiles y minúsculas. Dentro de él, una fascinación desconcertante lo inundaba. No importaba que el anciano midiera casi dos metros, ni que estuviera de pie, ni que la triplicara en edad, ni que fuera uno de los fundadores del partido. Cada palabra suya era serena y contundente y como magma lo golpeaba y hacía que regresara sobre sus cansados pasos. Tartamudeaba, repetía una y otra vez lo mismo. Poco a poco se fue alejando sin dejar de señalarla con el dedo como si al acercarse temiera derretirse por completo.
Y él, hechizado por aquellas palabras serenas pero contundentes, seguía sin comprender cómo su figura de ave fénix sobre un sofá podía ser tan enceguecedora y majestuosa frente a todos. Ya no temía que el viejo la hiriera, sino que ella terminara por fulminarlos a todos. Y, al mismo tiempo y de manera contradictoria, deseaba que así lo hiciera. Extasiado, fascinado, admirado, creyó ver a la misma virgen de cabellos rojos y la constelación de pecas ante sí. Creyó ver el magma consagrándose en el Olimpo de sus ojos marrones. La sangre le hervía próxima a erupcionar cada vez que la escuchaba y solo quería dejarse derretir con la esperanza de alcanzarla como quien corona el Himalaya para luego dejarse morir con una plácida sonrisa de victoria que sobreviviera a la muerte. Era como si nada pudiera golpearla por más cerca que estuviera, pues ella estaba tan arriba como el firmamento, y esos hombres antiguos que pretendían rodearla no conseguían alcanzarla con cada palabra que decían, cada respuesta de ella los iba fisurando como rocas primitivas agrietadas por la lava. Él vio la ocasión para interpelar al anciano quien había acusado a todos de mentirosos, diciéndole que no podía generalizar, que su violencia era inútil, estúpida y machista. El anciano lo mandó a callar, habló de un “nosotros” que no iba a permitir tanta canallada, calumnia y señalamientos de que eran mentirosos y le dijo a su esposa que lo acompañara inmediatamente de regreso a casa. Él le repuso que las mujeres no eran objetos y que no podía hablar de un “nosotros”, sino a título personal, cuestión con la que pelirroja estuvo de acuerdo. La otrora abnegada esposa rehusó acompañarlo y el anciano, vencido, pareció sollozar, le tiró las llaves de su automóvil y, lanzando una sentencia final de renuncia al partido, se despidió retirándose a paso lento.
Todos los presentes se quedaron observando la figura de un niño envejecido, demasiado frágil, sin aura alguna saliendo por la puerta. La pelirroja siguió hablando y con cada palabra emanaba un calor que hacía transpirar a los presentes. Entonces las cortinas empolvadas, los sofás desgastados, las baldosas manchadas y las ropas respetables de los asistentes parecieron prenderse en llamas. La esposa del anciano se acordó de que no tenía cómo entrar a casa y se despidió en un apuro. Uno a uno, los viejos hombres desplegaron sus débiles y desplumadas alas y se retiraron mascullando cosas que no alcanzaron a llegar a los oídos correctos.
—Nunca me había sucedido esto —dijo la pelirroja mirándolo a los ojos.
—¿Qué cosa? ¿Que
un hombre le levantara la voz de esa manera? —repuso él aún con la sangre
hirviendo.
—No, eso me suele pasar. Lo raro es que un hombre me haya apoyado.
—Creo que era inevitable. No hay nadie más sensato en este recinto que usted. Yo, por mi parte, nunca había conocido a una mujer así.
La pelirroja soltó un par de lágrimas. Él se acercó y mirándola a los ojos le dijo:
—Usted es increíble. Nadie pudo contradecirla y tuvieron que irse. ¡La admiro!
La abrazó y sintió un calor
primigenio que lo redimía. Se habían presentado una hora antes pero no sabían
sus nombres. Dentro de sí mismo, con el rostro apoyado en su hombro y los ojos
tapados por cabellos rojos como llamas que parecían incendiarle las lágrimas y
el alma, le agradeció por haberle curado el mal de amor tan de repente.
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