(Cuento). Las Brujas. Octava parte. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
Corría para alejarme del centro de Puerto Lleras y anhelaba que mi cuerpo se desintegrara en el aire húmedo y caliente de la noche sin brisa. Pero, al contrario, sentía que se hacía cada vez más denso. La fatiga me desorientaba y al intentar tomar aire sólo sentía mi pecho cerrarse y mi conciencia llenarse de niebla. La lucha con el brujo, si bien no había sido extensa, en todo caso había demandado de mí una enorme cantidad de energía. Veía la tenue luz naranja de los postes como a través de un telescopio, falsamente alejada y, tras ella, al fondo de las sombras nocturnas, oía el rumor del agua. Llegar al río Ariari era la única forma de librarme del barro impregnado con la sustancia del brujo al que acababa de enfrentarme, pero cuanto más me esforzaba por alcanzarlo, más lejos parecía estar. Quería saltar por encima de las casas, cuyos techos apenas si se alzaban por encima del suelo. También deseaba volar. Sabía, en todo caso, que debía reservar una parte de mis fuerzas para el viaje río abajo. Si me lanzaba a sus corrientes sin aliento podría ahogarme.
Por fortuna Puerto Lleras es un enclave diminuto en
medio de la selva y al lado del río. Mucho antes de lo que suponía alcancé la
orilla; primero me asusté al ver su cauce, pero sabía que no podía demorarme
más así que me lancé a la corriente, que estaba crecida y turbulenta. La fuerza
con la que avanzaba era superior a mi propia fuerza y eso me mantuvo asustada
mientras daba zancadas y movía mis brazos a los lados. El río corre en dirección
a la laguna —incluso entra en él— en donde me encontraría con mis hermanas, así
que me abandoné a su empuje, concentrándome sólo en mantenerme a flote y pude
avanzar un rato así; pero sostenerme sobre la superficie era sumamente difícil,
no sólo porque el río estaba embravecido, sino por mi extenuación. Era tal la
fuerza con la que las corrientes se movían, que me resultaba del todo imposible
intentar usar mi magia para transformarme. Además, no podía ver nada, pues el
agua absorbía la oscuridad de la noche, dejándome ciega e indefensa en medio de
su torrente. En mi mente conseguía imaginar la distancia hasta la Laguna del
Amor, que era el sitio que habíamos convenido para encontrarnos. Sabía que en
realidad era un largo camino, el río me llevaría luego de dar innumerables
giros, en su sinuoso avance por la selva, y me iban a hacer falta fuerzas para
sostenerme por semejante travesía. Lo único que podía hacer era lanzar una
brazada tras otra, mientras agitaba mis piernas, en un vano intento por no hundirme.
Cuando sentí que mis fuerzas se agotaron di una honda bocanada y me hundí bajo
la corriente.
Mientras giraba, barrida por la fuerza del agua, en mi
mente se fijaba una sola idea; la de no ser inmortal. Quizás había calculado
mal. Tal vez había creído ser más fuerte de lo que realmente era. La decisión
de quedarme atrás, guardándole la espalda a mis hermanas y las niñas, no era
indispensable. Era posible que me hubiese equivocado. Además, al recordar el
comportamiento del brujo al que me había enfrentado, me daba cuenta de que todo
había sido una trampa. Era obvio que ese hombre había jugado con mi deseo de
confrontación y me había atraído con el sonido de aquella música. Mientras
sentía que perdía el conocimiento, ardía de rabia al reconocer mi equivocación.
Creí tontamente que aquella música se escuchaba desde semejante distancia por
una casualidad. Pero si ese hubiese sido el caso, no me habría encontrado al
tipo sentado en pleno parque principal, como si nada, aguardando la llegada de
su presa. Concentré mis pensamientos en ponerme en paz conmigo misma,
suponiendo que, al menos, había logrado hacer tiempo para mis hermanas; ellas conseguirían
llegar a San José y, así, devolverían a las niñas a su gente. Si era mi destino
morir, que así fuera; encontraría la forma de mostrarle a mis hermanas lo que
había pasado. Ellas irían hasta la ciudad de las montañas y
desentrañarían la verdad. No deseaba que mi último pensamiento en el mundo
fuera el de la venganza. Pero mi mente estaba completamente ocupada con dicha
idea. Mi último deseo era que mis hermanas consiguieran desmantelar ese mal,
para liberar a los tinigua de su persecución y para vengar mi muerte.
La corriente furiosa del Ariari se llevó lo que
quedaba de mis pensamientos y fuerzas. No sé cuánto tiempo estuve a la deriva, devorada
por la oscuridad indiferenciada del río, la noche y la muerte. Sin embargo,
antes de que la muerte me llevara con ella, mis hermanas consiguieron sacarme
del agua.
Cuando volví a abrir los ojos estaba en medio de la
selva, junto al río, cuyo rumor enorme podía oír estremeciendo las orillas.
Ladeé mi cabeza y vi las palmas en medio de la planicie acuática formada por la
laguna. El cielo estaba amaneciendo y estaba surcado por infinidad de criaturas
aladas. Entonces oí la voz de mis hermanas. Adriana, ¿sí ve cómo es usted?
Siempre queriendo arreglar las cosas en seguida, pero no siempre se puede,
hermana. Esa era la voz de Lucía, que tenía mi cabeza sobre sus piernas. Podía
sentir sus dedos trenzándome el cabello. Debemos tener más cuidado porque el
enjambre debe estar furioso, lo mismo que los matones esos, ya les hemos dado
muchos problemas y seguro van a empezar a atacarnos con todo. Aquella otra voz
era la de Gabriela. Di un hondo suspiro y tomé una bocanada de aire, como si
fuera a decir algo, pero seguía sintiendo una fatiga muy honda. Descanse,
hermana, y no diga nada, aguántese porque las palabras se llevan con ellas un
pedacito de su escaso aliento, me dijo Lucía. Cuando íbamos caminando fuera de
Puerto Lleras nos dimos cuenta de que la manera más fácil de traer a las niñas
hasta acá era por el aire, así que ellas, Gabriela y yo, luego de abandonar en
el pueblo, asumimos la forma de los pájaros y nos dirigimos al sur, pero cuando
estábamos buscando la laguna, una de las niñas voló de regreso; las demás la
seguimos y, luego de remontar el río, Icisa, que fue la niña que se devolvió,
comenzó a volar muy bajo, casi a ras del agua; mientras la perseguíamos pudimos
verla bajo el agua, a pesar de que usted ya casi no se veía, de lo débil que
estaba. Lucía se quedó en silencio un momento y Gabriela comenzó a hablar. Icisa
le salvó la vida, sin nosotras se habría ahogado. Las manos de mis hermanas se
entrelazaron a las mías. Todas estamos cansadas, dijo Lucía, en un suspiro.
Dicen que a esta laguna la llaman la Laguna del Amor porque los pájaros que
viven aquí siempre están en parejas o familias, dijo Gabriela, y yo creo que es
un lugar perfecto para que descansemos, ya que nosotras también somos una
familia. Mis hermanas se levantaron. Las oí recitar una cascada de versos que,
pasado un rato, hicieron aparecer sobre la laguna una barcaza pequeña,
cubierta, en la que nos subimos todas.
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