(Cuento). Las Brujas. Décima parte. Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
10.
Despedirme
de las niñas tinigua fue una ocasión tan triste como feliz. Sabía que volvería
a verlas, pero pasaría un buen tiempo hasta ese entonces. Que al fin pudieran
volver a encontrarse con su familia, con su tribu, era un deber cumplido. Y mi
corazón se regocijaba con la idea de las enseñanzas que compartimos con ellas.
Ambas niñas tenían grandes talentos y potencias cuyo alcance seguía siendo insospechado.
El momento de la despedida fue junto a la Laguna del Amor. Aguardamos a la
noche y, cuando creímos que la hora era propicia, tejimos en el cabello de
Nikwaisi e Icisa el bejuco de los delfines. Luego Lucía y Gabriela lo trenzaron
en sus cabellos también. Abracé a las niñas y besé sus frentes. Miré en sus
ojos hasta alcanzar la profunda expresión de sus espíritus, tratando de
adivinar si algún peligro inminente las acechaba. Pero todo lo que vi fue a dos
mujeres brillantes y valerosas, en quienes ellas habrían de convertirse, y que
serían como nosotras guardianas de su tribu, para evitar a toda costa que se
cumpliera el fatídico destino que ciertos hombres habían querido reservarles.
Mis
hermanas y las niñas se deslizaron hacia lo profundo del río. Yo elevé mi vuelo
hacia la oscuridad nocturna, pues debía llevar entre mis garras la lámpara de
gasolina en la que todavía ardía el espíritu del brujo que capturamos. Además,
desde las alturas podría guardar su avance. Nosotras podemos ver el espíritu de
otras brujas —así como el de las personas, animales, plantas, insectos y toda
forma de vida—, en la forma de un leve destello lumínico, cuyo color e
intensidad se asocia con la magia que la bruja practica; y como las niñas han
empezado a formarse como clarividentes, ellas también han desarrollado este
don. Por eso Icisa me vio, arrastrada por las corrientes del Ariari, a pesar de
la oscuridad reinante. En las niñas, poco después de que las rescatáramos, el
destello de sus espíritus se había intensificado; una señal de que tienen
talento para la magia.
Arriba, en
las alturas, el viento soplaba con fuerza, barriendo nubarrones que se
separaban de los grandes cúmulos estáticos en sus cimas. Era una noche de luna
nueva, que nos favorecía en gran medida, pues las artes mágicas más oscuras son
restringidas por el fenómeno energético de la luna invisible. La luna que no
puede verse en el cielo obra como un espejo sobre la tierra, revelando lo que
está oculto. Como es una fuerza en ascenso, naciente, tiende a dispersar toda
energía acumulada o estancada, propiciando así la armonía energética del mundo.
Lucía,
Gabriela y yo nos habíamos puesto de acuerdo antes de partir. Al mediodía ellas
irrumpirían en el parque principal de San José del Guaviare. A esa hora yo
debía estar allí, vigilante, ojalá dentro del campanario de la iglesia, para
facilitar mi visión y que mis hermanas pudieran encontrarme.
Al fin
alcanzamos la desembocadura del río Guayabero en el Ariari. Todavía estaba
oscuro, pero no tardaría en amanecer. Las niñas guiarían a mis hermanas hasta
el lugar en donde los tinigua se estaban ocultando. Vi los resplandores de sus
espíritus, serpenteando bajo las aguas, remontar el Guayabero. Una honda
alegría se encendió en mi alma. Era la alegría de las niñas, que sentían la
proximidad de sus amados. Entre ellas y yo se había tejido un vinculo que no se
rompería jamás.
Debido a
ese aluvión de alegría que me invadió, decidí lanzarme al vacío con el brujo
entre mis garras. El vértigo que me producía la caía era una sensación que
siempre me había gustado, y la idea de molestar al brujo también. Me había
transformado en ave negra y mis alas, largas y fuertes, soportaban bien los
giros bruscos del descenso en picada. La llama de la lámpara se hizo delgada,
al punto que parecía que iba a apagarse. El brujo, sin lugar a dudas, lo estaba
pasando mal. La flama daba chispazos, pero las ráfagas de viento eran tan
potentes que a penas si eran perceptibles los destellos flamígeros que
arrojaba. El brujo estaría intentando no sólo mantener viva la llama, sino
quizás hacer que la lámpara se cayera. Pero mi agarre era firme y no había
ninguna esperanza de que pudiera huir. Además, él era parte imprescindible de
nuestro plan. Sus camaradas del enjambre y los esbirros de sus jefes, al presentirlo
en San José, tratarían de rescatarlo —o de eliminarlo— y en el momento en el
que lo intentasen tendríamos nuestra oportunidad de acabarlos.
El
vertiginoso descenso desde lo alto fue amainando. Retomé el rumbo hacia la
ciudad y el viento, conforme descendíamos, se hacía más cálido. Divisé la
carretera y decidí que no podía quemar ni una sola partícula de energía de más.
Me lancé hacia un claro que divisé cerca del camino. Solté la lámpara sobre
unas piedras, con cuidado, tratando de que cayera de pie, pues no podía dejar
que se rompiera. Supuse que el brujo estaría mirando. En verdad lo odiaba mucho
y quise torturarlo un poco. Todavía con la forma de ave, acomodé la lámpara con
mi pico, para que la abertura que dejaba salir su brillo apuntara en la
dirección donde yo cambiaría de forma. El cielo ya comenzaba a iluminarse;
vetas de tonos cobaltos, celestes y de otras formas del azul se alternaban,
anunciando los rayos solares. Desprendí el hechizo del ave de mi piel y me
erguí. El fuego de la lámpara se inflamó, desprendiendo destellos que
crepitaban dentro del metal. El brujo podía verme de pie, delante de él. Mi
belleza inflamaba sus deseos, que se consumían en sí mismos y con ellos
cualquier fuerza mágica que pudiera haber acumulado acabaría por dispersarse.
Comencé a vestirme lentamente, dejando que el brujo se corroyera de lujuria e
impotencia. Muy pocos hombres, le dije, me han visto desnuda, y me parece
irónico y hasta chistoso que un viejo inmundo y desagradable como usted, que
jamás volverá a ponerme un dedo encima, haya sido uno de los que en más
ocasiones me vio así. Introduje mis pies en unas sandalias preciosas que había
invocado especialmente para la ocasión. Quería verme hermosa y alardear de mi
belleza física en medio del enfrentamiento que estábamos a punto de encarar. La
belleza de las brujas siempre ha sido un arma que juega a nuestro favor, pues
un rival que combate contra una mujer hermosa no puede evitar desbocarse, como
si la belleza de su contrario lo indujera a atacar de forma apresurada, en
exceso agresiva y descuidada.
Levanté la
lámpara. Era un problema tenerlo encerrado allí, pues el sol ya había salido y
sería extraño que una mujer joven anduviera por San José con una lámpara de
gasolina encendida. Sin embargo, como acababa de amanecer, podría llevarlo así
por un rato, sobre todo al asomarme a la carretera. Salimos al camino, que
estaba callado y solitario. Pero yo había visto un camión desde el aire,
viniendo, y no tardaría en llegar. Mientras aparecía comencé a pensar en una
excusa para estar allí, a esa hora, en medio de la nada. A lo lejos, tras una
curva, vi las luces delanteras del camión. El viento soplaba en la misma
dirección en la que la mole ruidosa avanzaba. Un hedor fétido se mezclaba en el
aire.
Cuando
estuvo lo suficientemente cerca, le hice la señal de pare. El enorme y
destartalado camión se detuvo delante de mí. Un hombre gordo, de bigote, se
asomó al bajar la ventana. ¡Muchacha! Buenos días, me dijo. Buenos días ¿va
para San José? El hombre me miró de pies a cabeza. Estaba vestida con un
vestido largo, de tela delgada, con motivos florales, que eran mis preferidos.
Tenía terciada una mochila y, en mi mano derecha, traía la lámpara. Sí mija,
para allá voy, súbase, no debería andar por acá sola. Trepé al asiento del
copiloto y me acomodé. El hedor fuerte que había sentido se debía a que aquel
hombre transportaba algunos cerdos. Comenzamos a andar y decidí hacerlo hablar,
entrando en su mente, que estaba atribulada por pensamientos relacionados con
una deuda que tenía y la necesidad de completar ese viaje exitosamente, para
recibir la paga y poder, con ese dinero, aplacar al prestamista que lo acosaba.
¿Qué me diría si le digo que, en lugar de entregar a estos animales para que
los maten, es mejor negocio que me los venda a mí, que abre de cuidarlos y de
permitirles vivir hasta que envejezcan? El hombre se volteó a verme y comenzó a
reírse. Luego volvió a poner los ojos en la carretera. Le diría, mija, que
usted está loca, ¿cómo me va a pagar para dejar a esos marranos vivos? Yo no le
quitaba los ojos de encima. Así como se lo estoy diciendo, señor. El tipo
frunció el ceño. Yo no puedo darme el lujo de perder esta carga, yo voy a
entregar esos animales cueste lo que cueste, si le quedo mal a mis clientes,
luego no voy a tener con qué vivir. Eso lo tengo claro, le contesté, sé de su
deuda y sé que quien espera la paga es un hombre despiadado, capaz de todo. El
hombre ahora tenía un gesto de duda y desconcierto en el rostro. ¿Usted cómo
sabe eso? No puedo decirle, pero la oferta sigue en pie, a usted van a pagarle trescientos
mil pesos por este viaje ¿no? Y yo puedo darle diez millones de pesos por las
vidas de los animales que trae atrás. El hombre siguió manejando, en silencio,
hasta que alcanzamos un caño que se llama La María, sobre el que hay un pequeño
puente. El hombre cruzó el puente y, unos metros más adelante, se aparcó junto
a la carretera. ¿Por qué quiere salvar a esos marranos? Eso es cosa mía. ¿Me va
a dar diez millones de pesos en efectivo? Se los daré cuando me dejé en el
lugar que yo le indicaré, con los animales. El hombre estaba completamente
desconcertado y no entendía mis razones. Yo oía sus pensamientos como si
estuviese enunciándolos en voz alta. Usted sabe que cerca a la salida de San
José, por esta misma vía, hay un hogar geriátrico, ¿sí? Sí, claro, Los Abuelos.
Déjeme allá y, cuando hayamos bajado a los cerdos, yo le entregó sus diez
millones de pesos. El hombre no lo podía creer. Encendió la máquina de nuevo y
la hizo andar a toda marcha.
El camino
seguía estando bastante solitario. A los lados abundaban los árboles y la
vegetación selvática. Cuando nos bajamos, el hombre no paraba de mirarme de
reojo, nervioso. En su conciencia se alternaban los pensamientos alegres y
catastróficos. Y, en cierta forma, era verdad que había accedido con facilidad
a lo que le había propuesto. En cualquier momento podían salir, de entre los
matorrales, varios hombres armados que lo redujeran, para robarle todo. Sin
embargo, en lugar de un grupo de ladrones, lo único que había en ese lugar eran
los cerdos que bajamos del camión y yo. Una vez estuvieron todos abajo le
entregué un fajo de billetes al hombre, que se arrodilló en el suelo y comenzó
a orar y a agradecerle a su Dios por lo que acaba de pasarle. Sabía que era un
hombre de fe, luego de oír sus pensamientos, y eso me había dado el impulso final
para hacer ese trato con él. Yo comencé a arriar a los cerdos por un camino que
se escindía de la carretera. El hombre vino tras nosotros, dándome las gracias.
Use bien esa plata, le dije, porque estos golpes de suerte sólo ocurren una vez
en la vida. El hombre volvió a darme las gracias, todavía conmovido y
emocionado, y luego se subió a su camión y se marchó.
Anduve por
el camino de tierra, siguiendo a los cerdos, hasta que nos alejamos de las
casas que estaban cerca de la carretera asfaltada. Forme un corro con los animales,
poniéndolos a mi alrededor. Eran ocho. Cuando supe que lo que había en el
camión eran unos animales sentí mucha pena. Pero luego se me ocurrió esto; me
senté sobre la tierra y tomé de mi mochila un puñado de un polvillo especial,
hecho con la viruta de varios metales especiales. Luego, con los ojos cerrados,
me levanté y alcé los brazos. Lentamente me incliné sobre cada una de las
criaturas, dejando que los granos fueran cayendo y cuidando de que cada uno
recibiera suficientes partículas. Los animales comenzaron a gruñir. Sus cuerpos
se movían de forma convulsa, primero de manera agresiva. Luego de un instante
los movimientos se hicieron más leves y acompasados. Uno por uno, primero con
dificultades, pero luego con cierta agilidad, los cerdos comenzaron a levantarse,
hasta que acabaron convertidos en hombres. Ocho hombres desnudos a mi
alrededor. Aquello me dio risa. Entonces cerré los ojos e imaginé la ropa que
habrían de llevar. Ropa de labriegos. Cuando el encantamiento estuvo listo, di
un paso fuera del corro. Los recién convertidos en hombres se miraban las
manos, se olían los brazos, se daban lametazos entre los dedos y observaban a
su alrededor, fascinados. ¡Hombres! Les dije, llamando su atención. Los he
salvado de una muerte segura, ¡pues ustedes iban para el matadero! Los hombres
comenzaron a emitir murmullos quejosos y lamentos. ¡Mírense! Ya nadie va a
matarlos, porque yo los he convertido a ustedes en seres humanos. Al decirles
esto empezaron a articular palabras. Es verdad lo que dice esa mujer, dijo uno
de ellos. ¿Por qué nos habrá salvado? Preguntó otro. La primera razón es un
pacto. Hay en este mundo deidades que velan por ustedes. Al honrar ese pacto,
al cuidarlos a ustedes de la maldad humana, estoy honrando a esas deidades y
ellas, en retribución, me conceden estos dones mágicos. La segunda razón es
porque odio el sufrimiento de los animales cuando es en vano. No es lo mismo un
jabalí devorado en la selva por un tigre, a que los cuerpos de ocho cerdos
acaben convertidos en salchichas para pagar el gusto de unas cuantas personas.
Los deseos de las personas no son tan importantes como para que se deba matar
en su nombre, así no más. Los hombres recorrían sus cuerpos con sus manos,
asombrados. Hay algo que necesito con urgencia, y debo pedirles que, a cambio
de su salvación, me ayuden. ¿Qué necesita, señora nuestra? Me dijo el mayor de
todos. Van a venir conmigo hasta el parque principal de San José del Guaviare,
que es la ciudad que está ahí delante. Necesito que cada uno de ustedes lleve
una de estas piedras. Entonces repartí entre los hombres unas piedras levemente
translucidas, de color verdoso. Vamos a caminar hasta allá y ustedes, cuando
lleguemos al parque, van a dispersarse por él y a sentarse en las bancas,
tratando de quedar tan alejados los unos de los otros como puedan. Luego, más
tarde, habrá una lucha muy dura. Yo tengo dos hermanas y vamos a enfrentarnos
con una gran cantidad de brujos. Los hombres de nuevo murmuraron atemorizados,
plagados de dudas. ¡No se asusten! Si yo los salvé, deben confiar en mí. Sólo
necesito que sostengan las piedras en sus manos, cuando la lucha estalle,
pueden ocultarse donde quieran, pero sin alejarse del parque, ¡las piedras
serán la clave para derrotar a la gran cantidad de enemigos que vamos a
enfrentar hoy!
Los
hombres, aún llenos de dudas y de temor, me siguieron. A pesar de su miedo no
se apartaron del grupo. Sea como fuere, ellos, como todos los animales,
entendían que yo era una bruja, y no cualquier hechicera, sino una bruja con
linaje y con talentos inimaginables. Por eso caminaban cerca de mí, pues mi
proximidad los aliviaba y los hacía sentirse protegidos. El camino desde las
afueras fue largo y caluroso. San José se parecía bastante a Puerto Lleras, casi
todas las casas eran de un piso, de techos bajos, como si las fachadas
quisieran imitar con esto la inmensidad de la llanura selvática. La diferencia principal
con Puerto Lleras es que ésta es una ciudad más grande. Conforme nos adentramos
en ella los árboles y palmas, que abundaban junto al camino y nos resguardaban
del sol, quedaron atrás. Sobre los hombros y la espalda sentíamos el ardor
inclemente de la estrella de fuego. Pensar en su luz me recordó que la lámpara
de gasolina, con el brujo encerrado en ella, se vería extraña en mis manos a
esa hora. Pero por más que pensaba en una forma de disimularla, nada se me
ocurría, y tampoco podía dejarla oculta ya que corría el peligro de que sus
compañeros lo liberaran. Decidí envolver la lámpara con una tela opaca, de
color rojo, para que semejara un paquete cualquiera. Caminamos hasta que la
debilidad comenzaba a hacernos flaquear. Viendo que estábamos próximos a
alcanzar el parque principal, les dije a mis acompañantes que entráramos bajo
el resguardo de un techo, junto a la vía principal de San José. Faltaban sólo
dos cuadras para nuestro destino. El
lugar en el que entramos era una panadería. Hice que los hombres se sentaran a
la mesa más grande, conmigo a la cabecera. Una de las empleadas vino y nos
ofreció, para desayunar, sopa de pescado, carne guisada, huevos, café o pan.
Los hombres querían carne, pero yo les ordené abstenerse de comerse a otros
animales, pues no era apropiado que comieran eso cuando apenas habían sido
salvados ellos del mismo destino. Los obligué a contentarse con los huevos, el
pan y el café. Sabía, en todo caso, pues no iba a devolverlos a su forma de
cerdo, que acabarían por comer incluso la carne de otros cerdos. Pero eso era
inevitable y no quise atribularme con esos pensamientos. Yo comí a toda prisa.
Entonces volví a repasar el plan con ellos. Recuerden lo que les dije, deben
repartirse por el parque principal y por nada del mundo soltar la piedra que
les he entregado, no teman a las heridas que puedan recibir, no teman a la
muerte, no teman a nada ¡pues yo los he salvado y volveré a hacerlo, de ser
necesario!
Salí de la
cafetería, luego de dejar todo pagado. Cada uno de los hombres devoró
suficiente comida como para tres adultos regulares. Por suerte el dinero jamás
era un problema para nosotras.
Faltaba
poco para que dieran las diez de la mañana. En el cielo se había desplegado una
capa delgada de nubes que aplacaban un poco el ardor solar. Las calles estaban
atestadas de transeúntes, motos, algunas camionetas y otros carros más
pequeños. Conforme caminaba recordé lo que había sucedido en Puerto Rico. Lucía
nos había hablado de unos espías de los brujos, unas sombras, que se
distinguían porque resultaba obvio que caminaban sin rumbo. Además, era posible
percibir su origen mágico al acercárseles, porque no olían a lo que debe oler
un cuerpo vivo, sino que despiden un aroma similar al del barro podrido y
estancado.
Conforme
me acercaba al parque ese olor se fue haciendo más fuerte. Era como si debajo
de los caminos y edificios alrededor de esa zona de la ciudad hubiese un
pantano putrefacto, hundido bajo la superficie. Era un hedor húmedo, penetrante
y desagradable. Que los brujos hubiesen dispuesto su emboscada justo allí, en
el parque, era exactamente lo que yo esperaba. Por eso les había encargado a
los hombres encantados la tarea de presentarse allí con las piedras.
A un
costado del parque estaba la Catedral de San José del Guaviare. La catedral
tiene, a un costado de su enorme entrada principal, un campanario bastante
alto. Caminé en esa dirección, buscando la manera de entrar en la torre. La
única forma sería ocultando mi presencia de todas las personas que caminaban
por allí a esa hora. Hice que mi cuerpo y mi ropa se volvieran invisibles y
entré en el campanario. El calor dentro de aquella estructura era tremendo,
pero cuando llegué arriba, las pequeñas aberturas a su alrededor, guardadas por
vidrios coloridos, estaban abiertas. Descargué la lámpara, envuelta en el trapo
rojo debajo de una de las aberturas. Desde allí podía observar casi todo el parque.
Los hombres encantados desfilaron, una hora después, por uno de los costados
del parque, y entraron en él y se dispersaron tal y como les dije.
El tiempo
comenzó a transcurrir lento. El viento se había detenido. Sin la brisa entrando
por las pequeñas ventanas, el recinto de la torre comenzó a acumular todo el
calor, agobiándome. Afuera veía que la mayor parte de los transeúntes eran
sombras. La misa de las diez de la mañana había empezado. Hacia el interior de
la catedral se encaminaba un gran número de personas, pues era domingo, ¡y las
sombras también estaban acudiendo al interior del templo! Aquello me pareció
extraño y una posible señal de que el enemigo estaba tramando algo. Bajé del
campanario y, de nuevo con mi presencia visible, entré en la catedral. Las
personas continuaban entrando, y debido a que el espacio era cerrado y todos
los aromas se mezclaban, se hacía más difícil saber quiénes eran sombras y
quiénes eran seres humanos reales. El sacerdote levantó la voz y dio inicio a
la misa. Yo me movía por los costados del templo, observando con detenimiento
en busca de cualquier señal que llamara mi atención. Pero no lograba ver nada,
aparte de las presencias intrusivas de las sombras, que para mi sorpresa hasta
se habían sentado en las bancas del templo. Caminé de regreso a la puerta, para
vigilar desde allí. Entonces, al mirar al fondo, hacia el altar, reparé en el
sacerdote; se trataba de un hombre relativamente grueso, de barba abundante y
cabello largo. Al oír sus palabras me di cuenta de quién era, ¡el brujo que me
había atacado la última noche en Puerto Lleras! Si bien su voz parecía estar
pronunciando las formulas y oraciones habituales de cualquier misa, debajo de
su voz se oía el bisbiseo de otras voces, demoníacas, que estaban efectuando
una invocación satánica en plena catedral. Aquello me puso muy nerviosa, pues se
trataba de una forma de magia negra muy potente, y si peor, podrían atacarme,
al pensar que estaba agrediendo a su sacerdote. Pero no hizo falta que yo
hiciera nada. El brujo se dio cuenta de quien era yo al quedarme observándolo
desde la puerta de la catedral. Su invocación estaba lista y, de un momento a
otro, dio un horrible grito; de su boca comenzó a manar una humareda negra, muy
densa, y todas las personas que no eran sombras comenzaron a gritar y a huir.
Las sombras, que habían permanecido quietas conforme el brujo liberaba el humo
de su boca, se lanzaban sobre la gente, atrapándola, y una vez conseguían asir
a alguien eran absorbidas por aquella masa de humo oscuro, como niebla negra,
que se mantenía casi a ras del piso. Los pobladores de San José pasaban a mi
alrededor, presas del pánico; no había más tiempo, era el momento de enfrentar
al brujo y a todos los que estuvieran acompañándolo. Controlé mis nervios tanto
como pude y, viendo que la situación era en extremo grave, decidí recurrir a la
magia más potente y peligrosa que conocía. Junté mis manos delante de mí, con
los brazos estirados, y repetí en voz alta una invocación arcana; se trataba del Lulim-gir-ra, o la
invocación de la Espada de la Noche, cuyo origen se remonta al principio de los
tiempos, pues es un hechizo enseñado a mi linaje por la propia Diosa de la
Noche, o Diosa de Todos los Principios. Conforme pronuncié las arcanas
palabras, capaces de llamar su devastador poder, varios destellos como
relámpagos se desprendieron de mis manos; los rayos de luz intensa desprendían,
a su vez, lo que parecía ser un fuego oscuro y efímero, que aparecía y
desaparecía cada vez que uno de los relámpagos estallaba desde mis manos. Los
rayos reventaban contra los muros y el portón de la iglesia, abriendo grietas y
destrozando todo lo que tocaban. La espesa niebla oscura que el brujo había
invocado dentro de la catedral cedió ante los relámpagos, retrocediendo hacia
el interior de la catedral; una decena de feligreses de San José, que todavía
estaban dentro de la catedral, al ver los fogonazos que se disparaban contra el
suelo desde mis manos se detuvieron y, delante de mí, pudiendo ver sus rostros
y la angustia que los dominaba, fueron atrapados por las sombras, que los
arrastraron hacia la niebla negra. Quería terminar la invocación de la Lulim-gir-ra
para evitar que más gente fuera devorada por la magia del brujo, pero todavía
tardaría un poco más. Alcé mi mirada por encima de los relámpagos de la Espada
de la Noche, y pude ver cómo el brujo estaba reabsorbiendo la niebla oscura que
había desplegado minutos antes. El brujo estaba creciendo en tamaño; a su
alrededor emergían columnas de fuego que marcaban los muros de la catedral con
símbolos diabólicos. El brujo daba alaridos y pronunciaba unas horribles
palabras. Poco a poco siguió creciendo, hasta adquirir la forma de una enorme
bestia con cornamenta. Aquel brujo había conseguido invocar a un poderosísimo
demonio, al que le había ofrendado las vidas de los feligreses de San José a
los que había conseguido atrapar en el templo. Sabía que algunos de esos
pobladores no consiguieron escapar por mi culpa, pues la espada los había
bloqueado, y me sentí llena de furia; la Espada de la Noche estaba lista y
avancé desplegando todo su poder, blandiéndola a un lado y al otro, marcando el
suelo con grietas lumínicas sobre las que la niebla del brujo-demonio no podría
posarse. El demonio reaccionó en seguida, lanzando bocanadas de fuego infernal
sobre mí, que se desplegaban como lava, barriendo con las bancas de madera y
produciendo un incendio dentro de la catedral; cuando estuve cerca de la
pantalla de fuego blandí una vez más la hoja espiritual, y la fuerza de sus relámpagos
desperdigó la marea ardiente, pero también abrió el techo de la catedral y
rebanó algunos de sus muros en varias secciones, dejando que la luz del sol
entrara en el arruinado templo. El demonio trató de elevarse en el aire, pues
tenía unas enormes alas sombrías; pero antes de que abandonara las ruinas de la
catedral, estando casi debajo de él, salté y logré alcanzar sus piernas con la
espada. El demonio lanzó un alarido de dolor y se precipitó tras el templo,
envuelto en la misma niebla negra que antes había convocado.
Oí tras de mí los gritos de la gente.
Me di vuelta y corrí hasta la puerta de la catedral. Alrededor del parque había
al menos veinte brujos más; todos debían ser miembros del enjambre. Los brujos levitaban
sobre el suelo y tenían la apariencia de espíritus oscuros, con formas que
semejaban a una perversa mezcla de animales, plantas y seres humanos, deformes
y amenazantes; aterrorizaban a la gente, acorralándola en el parque principal,
en donde al parecer querían reunir a un gran número de personas. En medio de
toda la gente que estaban reuniendo en el parque pude ver a algunos de los
hombres encantados. Blandí la espada contra el suelo, dejando una enorme y
profunda grieta resplandeciente frente a la entrada de la catedral; el impacto
de la espada espiritual contra el suelo me lanzó por el aire, dándome tiempo
suficiente para concentrar una gran cantidad de energía mágica en la Lulim-gir-ra;
a uno de los lados del parque, rodeados de llamas azuladas y otras purpureas,
reconocí a los cabecillas del ataque; se trataba de tres brujos de mayor
jerarquía, encarnados en la forma de espíritus mayores, similares al que había
invocado el otro brujo dentro de la catedral; aquellos tres eran quienes
estaban dirigiendo el ataque, así que descargué todo el poder de la Lulim-gir-ra
contra ellos, dándole de lleno a uno, que quedó abierto por la mitad y, en
medio de alaridos y figuras de fuego, recuperó su apariencia humana, ahora
hecha cadáver. Los otros dos, viéndome caer desde lo alto, juntaron sus fuerzas
e intentaron atraparme con una red hecha con hilos de materia negra; sin
embargo, gracias a la Lulim-gir-ra pude rasgar la trampa sin problemas, cayendo
en medio de los dos brujos. Ambos, con su horripilante y monstruosa apariencia,
intentaron reducirme, el primero arrojándome un escupitajo que traía impregnada
una maldición capaz de paralizarme y, el otro, blandiendo una enorme maza de
piedra, como un martillo, que lanzaba destellos amarillos. El poder de la
espada de luz, tan inmenso como era, iba a dejarme pronto sin un aliento, por
lo que debía actuar a toda velocidad. Deshice la maldición del escupitajo
blandiendo la espada en su dirección y, luego, salté hacia atrás, para evitar
que la maza del otro brujo reventara mi cabeza. Corrí hacia el centro del
parque, lanzándome por encima de la gente, con la Lulim-gir-ra lanzando
destellos que atemorizaban a los pobladores. Saqué de mi mochila la piedra
maestra, a la que estaban atadas las piedras de los hombres encantados y, luego
de repetir el encantamiento especial, conseguí activar su poder; de repente
todos quedaron quietos, fueran humanos, brujos, demonios o espíritus, y todo
San José del Guaviare quedó envuelto por una especie de manto verdoso, dentro
del cual el tiempo se había detenido.
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