Carta desde la ciudad que volvió a vivir. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
Nací en la clínica Palermo, en Bogotá. Sin embargo, que yo naciera en la
ciudad capital fue un hecho fortuito; no negaré, eso sí, los numerosos
beneficios de esta fundamental contingencia. El acceso a diferentes tipos de
librerías, por ejemplo, me ha prodigado la maravilla de poder leer todo tipo de
literatura, un ejercicio fundamental para cualquiera que desee narrar historias
de manera ingeniosa, imaginativa y novedosa. Además, el clima social y
atmosférico de Bogotá es propicio para el encierro, y todo escritor debe dedicar
una fracción de todos sus días a recluirse, por largas horas, si pretende
hacer algo con su escritura. Y sucede que en la capital colombiana, además, está la
ciudad universitaria a la que fui a refrendar mi deseo genuino de dedicarme a
las letras. Una venturosa casualidad.
Sea como sea, esta carta no trata sobre Bogotá, que no ha desaparecido nunca
desde su nacimiento y que, por ende, no podría haber vuelto a la vida. Esta
carta, entonces, trata sobre otra ciudad; dicha ciudad no murió del todo, pero
si cayó en un letargo muy profundo, tan hondo que es equiparable a la muerte.
Yo soy de esa ciudad, a pesar de que naciera en la clínica Palermo, que no está
ubicada en la urbe de la que soy oriundo. Es decir, nací dos veces; nació mi
espíritu primero y, poco después, nació mi cuerpo, cuando encarné para hacerme
uno solo.
¿Cómo puede alguien nacer dos veces? Eso es algo que quiero explicar en
esta carta. Mientras mi madre esperaba el alumbramiento de su primer hijo se
produjo un cataclismo focalizado sobre la ciudad en la que ella nació; y
entonces esa ciudad descendió hacia el profundo sopor que fuera como la muerte.
Se trató de una noche sin nubes en la que, primero, cayó una tenue llovizna
seca, que tiznó todas las superficies de dicha ciudad. Las cabezas y los
hombros, el pelo y las pestañas, los labios y hasta las lenguas; los tejados de
las casas, de los palacios, de las iglesias, de los cuarteles y los almacenes,
de los silos y de las estancias; las copas de los árboles, las briznas de la
hierba, las ramas de los helechos y los arbustos, los pétalos de las flores.
Todo recibió la levísima capa gris de una sustancia que, tristemente, no se
advirtió como el peligro colosal que suponía. Los cimientos del Nevado del
Ruíz, cuyas raíces se hunden hasta el mismísimo centro del planeta tierra, se
removieron, colmándose del ardiente flujo del corazón planetario, que se
derramó sobre la nieve de su cima. La mezcla terrible que se produjo en las
alturas del volcán se deslizó por sus pendientes, atiborrando los causes de los
ríos que descienden desde allí. El lahar inmenso se desparramó sobre una ciudad
de veintinueve mil habitantes, matando a más de veinte mil en una sola noche. Una
tragedia espantosa que pudo haberse evitado. Pero estamos en Colombia; aquí los
entes gubernamentales tienen, antes que ninguna, una vocación necrofílica. Y
nos lo recuerdan cada vez que pueden, como lo hicieron durante la tragedia de
Armero, la ciudad a la que el Estado colombiano no auxilió a tiempo para dejarla hundirse bajo un desierto tan intempestivo como mortal. La alternancia política
que necesita Colombia es la de un movimiento que nos lleve colectivamente del
amor a la muerte al amor a la vida. Si está sucediendo eso mismo ahora o no, no
es asunto que discutiré aquí. Basta con señalar con vehemencia que eso es lo
que necesitamos.
Mientras los habitantes de Armero sufrían la suerte que les tocó, yo
también sufría con ellos, pues mi madre, viendo las noticias, oyendo la radio,
pensaba que toda su familia estaba muerta. Gracias a los silos de Armero,
llenos de la reciente cosecha de arroz, la verdad era otra; los silos, como si
fueran un dique levantado por un titán, abrieron la avalancha y salvaron el
barrio de mis ancestros, El Mango, que quedaba en las pendientes que se extienden hacia las colinas en donde se encontraba la vereda Guayabal, contigua y dependiente de la Ciudad Blanca. Durante aquella madrugada mis tías y mis tíos tuvieron
que sortear el hambre, la desazón y la locura. Mis familiares ayudaron a salvar
a muchos armeritas, vecinos suyos. Pero mi madre no habría de saber de sus
andanzas y de su supervivencia hasta varios días después.
La iniquidad y la indiferencia del gobierno de turno fueron el principal
causante de la tragedia. Pero, aun así, ellos son irrelevantes y no vale la
pena ni mencionar sus nombres, pues todos acaban pareciéndose y no son más que
un barniz que se aplica sobre una sustancia que no cambia; la del amor a la
muerte. Mis familiares, que sí amaban la vida, como casi todos los armeritas,
tardaron el tiempo suficiente en ponerse en contacto
con mi madre, pues su salida de Armero sería una odisea, como para que el dolor
de la tragedia se encarnara en mí. Experimentar la muerte de Armero en el
cuerpo de mi madre fue un despertar y un nacimiento espiritual. Mi espíritu fue
despertado y nació con la tragedia. Pero no me debo a ella, ni me defino por
ella, ni me identifico con ella; me debo a la vida, me defino por el gozo de
existir y me identifico con el amor a la vida, que es la principal herencia que
recibí del pueblo armerita. Armero es la ciudad que volvió a vivir, por amor a
la vida, después de casi haberse muerto. Luego, meses después, estando mi madre
repuesta del terror indescriptible que tuvo que padecer, abrí los ojos en este
mundo y, sin articular palabras aún, declaré que la otra ciudad de la que yo
era oriundo, y que por esos días se había convertido en una planicie amarilla, seguía
con vida en lo profundo, esperando a renacer.
Al norte de Armero, como he dicho, se encontraba Guayabal, el pequeño emplazamiento poblado en las colinas, supeditado a la Ciudad Blanca, a donde miles de armeritas huyeron desde la noche en que cayera la avalancha. Posterior
a la tragedia, como transportada sobre los hombros lacerados de los habitantes de Armero, la cabecera municipal se traslada al pequeño caserío y durante
varias décadas Guayabal recibiría a los armeritas retornados, que poco a poco
fueron regresando a su tierra, luego de irse a vivir a lugares tan lejanos como impensables. El emplazamiento de Guayabal, al estar sobre las colinas, se encuentra a una
mayor altura que el antiguo Armero, por lo que se encuentra a salvo del volcán
si éste volviera a hacer erupción. Allí, en lo que desde hace muchos años se
conoce como Armero-Guayabal, la Ciudad
Blanca volvió a nacer, porque su pueblo se negó a morir y a olvidar. En los
caminos aledaños y en sus calles se puede oír vibrar el espíritu industrioso e
inquieto de los armeritas. El sol que alumbra a la ciudad renacida es el mismo
que en otro tiempo la iluminó sobre su otrora emplazamiento; pasado el mediodía
de todos sus días el brillo poderoso y vivificante de sus rayos recuerda a
todos los días y todas las horas de la vieja Armero. En ella moran sus antiguos
dueños y nacen sus nuevos herederos. Y la antigua y próspera ciudad
algodonera crecerá tanto como le plazca, y tomará la forma que más le apetezca a los hijos de los viejos armeritas; y sea cual sea el rumbo que tome la historia de Armero, basta con que allí
resida su espíritu, vivo de nuevo, luego de los muchos ciclos que se requieren
para reanimar lo que estuvo a punto de desaparecer, para que sus hijos podamos decir: aquí está nuestra madre, la raíz de nuestra alma.
Pensar en Armero es pensar en la potencia de la voluntad humana, de su
memoria y de su integridad. Su gente pudo desperdigarse en el viento, barrida
por el dolor, la adversidad y la injusticia. Y no fue así. ¿Cómo es que,
entonces, el resto de los colombianos parecieran a veces rendirse tan fácil?
Hemos de tomar este ejemplo, como muchos otros de la historia y vida de nuestra
nación, para crear y levantar el sentido que nos falta.
La vida vuelve. La voluntad de poder de los seres humanos es incalculable
cuando se despliega desde un espíritu que es como una saeta disparada hacia el
horizonte. Oigamos la canción de los armeritas. Escuchemos lo que tienen para
decirnos.
Armero, 17
de junio de 2023.
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