El desamparo. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca).
La madre que no
tuve, porque para mí no existió, me parió sobre la losa de cemento de un caño
al sur, muy adentro del sur, que no es ni una fracción de una ciudad ni otra
cosa que un continente entero. Bogotá es muy grande, tan grande que en el sur
somos millones los que vivimos apretujados los unos contra los otros, algunos
recortados por otros cuerpos, otros aglomerados en medio de la soledad y el
desconsuelo. Tan grande es ese sur que se extiende también por el oriente,
remontando la cordillera, como por el occidente, tapizando los humedales de
Engativá y las colinas de Suba con el avance laberíntico de sus calles y
vecindades, que son una colmena protuberante, confusa y colosal levantada por
el anhelo de sus habitantes de resguardarse, al menos un poco, del sol y de la
lluvia de Bogotá, que no son como en otras partes, y la prueba de esto está
escrita en mi piel, en mis cicatrices, en las marcas que horadaron las gotas
lacerantes de la tormenta y los rayos de luz del mediodía andino cuando, recién
parido sobre la losa, apenas a medio envolver en una toalla, no lloré, ni me
quejé, ni levanté mi voz mientras los días y las noches pasaban. Siendo un
recién nacido ya sabía yo del desamparo que me prodigaba el mundo. No quise
llamar la atención a ver si me moría; pero no, qué va, era inútil buscarle un
final corto a lo que desde el principio estaba destinado a ser una larga
tragicomedia. Una vendedora de empanadas alcanzó a ver una de mis manos,
alzada, señalando al cielo, el mismo que me miraba, el mismo que sabía que yo
no tendría escondite y que siempre, hasta que me muriera, habría de estar bajo
su mirada inclemente, desgarradora, pues el cielo de Bogotá es así, asesino,
despiadado, voraz con quienes no tienen cómo protegerse de él; y la señora
bajó, colgada de una cuerda que le tendió un ciclista que pasaba y que accedió
a “hacerle el favor”; el problema es que un taxista, que pasaba por ahí
también, “sintió” que el ciclista con la cuerda ocupaba demasiado espacio en la
vía y lo “rozó”, cosa que aprendiera a no atravesarse, de manera que atropelló
al ciclista, cuya cabeza se estalló contra el andén, mientras que la señora,
conmigo entre sus brazos, rodó por la pendiente de cemento del caño, hasta
chapotear en las aguas putrefactas del fondo.
La infección que me
produjo el agua en los ojos me dejó otra de las marcas visibles de la
inclemencia de esta ciudad. Por eso siempre los tengo irritados. Mi mirada
enrojecida está predispuesta a verlo todo a través de la sangre.
Nadie, excepto
quienes son como yo, sabe lo que es la inclemencia del desamparo en una ciudad
como ésta, habitada por la frustración incurable de millones de excluidos que
no encuentran mayor gozo y morbo que el de tirar su basura en la calle. Por
doquier, todos los días, vertida con perversa satisfacción, la basura de todos
se fermenta y se aglomera sobre las aceras, pero especialmente dentro de sus
grietas, en las fisuras del concreto, de las losas o láminas, estén en el suelo
o en una pared, a las que les introducen a la fuerza sus desperdicios, como si
quisieran ensanchar las hendiduras a fuerza de atiborrarlas de bolsas
plásticas, cartones arrugados, desperdicios de comida, cáscaras, botellas,
cajas, llantas, condones usados, papeles untados de mierda, lavaza, vomito,
sangre, carne muerta, pellejos, y que no sólo amontonan en dichas fisuras sino
también en las alcantarillas destapadas, canecas oxidadas y rotas, rincones
sombríos, esquinas o cualquier otro lugar de la ciudad que sus habitantes, tan
llenos de odio contra sí mismos y contra todo lo que tenga que ver consigo
mismos, decidan convertir en otro despeñadero de desperdicios. Esa
sobreabundancia de basura, de las marcas de los desechos, es un recordatorio
permanente del desamparo de los que estamos condenados a no tener cobijo;
convivimos con la basura, dormimos sobre ella, nos la comemos.
Esos son los que
son como yo. Vivimos y subsistimos como aferrados a un madero en medio del
océano, sólo que nuestro madero se pudre y está lleno de grasa quemada,
vísceras añejadas y caucho, y flota gracias a los gases que emite; o se podría
decir que vivimos en la isla de la basura, una isla que extiende sus tentáculos
a lo largo de todos los orificios y fosas de la ciudad, a la deriva en medio de
las corrientes de la vida en el estanque urbano, y mientras vagabundeamos sobre
ella la escudriñamos, la arañamos, la herimos, le cortamos pedazos, le
arrancamos partes, porque no tenemos alternativa, porque somos los que estamos
en la base de la cadena alimenticia humana, que aunque no devoremos los cuerpos
de nuestros semejantes, sí los canibalizamos, por lo que podemos decir que la
sociedad es una cadena alimenticia, y atrás, debajo, estamos nosotros, los que
son como yo, aunque yo estoy más abajo que todos porque yo nací en el fondo.
Somos miles, tal vez millones, los que subsistimos gracias a la corriente de la
basura que otros prodigan cruelmente a las calles. Escarbamos en los restos,
olfateamos la inmundicia, nos cortamos los dedos con las cuchillas de afeitar,
nos pinchamos las palmas con las agujas que sirvieron para inyectar una cura o
la enfermedad, tanteamos la masa revuelta de la inmundicia a ver si encontramos
una migaja que no esté tan mal, a la que le quede un suspiro de frescura o unas
cuantas partículas sin corromper.
Y yo también tengo
mi venganza. A cada corretiada que me pega un celador, o la policía, o un
vecino o un transeúnte que quiso a su vez desquitarse conmigo por lo que otro,
más arriba que él, le hizo, yo contesto con una determinación más fuerte, más
feroz, de introducirme por cualquier rendija, sin importar lo alta que sea la
tapia, sin que interese cuántos vigilantes pongan, porque al final siempre lo
consigo, después de todo siempre logro meterme, entrar donde no me quieren,
ocupar el lugar que nadie más ocupa y que yo tengo que ocupar a como dé lugar,
porque todos los días tengo que caer en algún sitio, así no tenga techo, así no
me cobije nadie, así no tenga zapatos ni casa, así el firmamento pueda caerse a
pedazos.
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