La montaña. Por: Nicolás Castro. (Chía-Cundinamarca)
La antigua iglesia del barrio quedaba junto a mi casa. Era de piedra,
mientras que mi casa estaba hecha de ladrillos. Había decidido ir a vivir allí
para estar cerca de mi familia; la iglesia era tan vieja que incluso mi
tatarabuela había sido bautizada en su pila. Al tenerla tan próxima, cuando la
campana de la iglesia tañía, todas las mañanas, su retumbar misterioso me
despertaba en seguida, pues sentía como si el repiqueteo metálico martillara dentro
de mi corazón, como un reloj interno marcándome las horas.
Mi última relación había terminado unos meses atrás. Vendimos la casa al
separarnos y tuve que empezar de nuevo. Al haberla querido como la quise, el
dolor inclemente iba y venía; la compañía de mis hermanos había conseguido
aminorar mi congoja, pero ésta no se iba del todo. Comencé a ir en las mañanas,
en mi bicicleta, a la montaña, en un vano intento por mantenerme a flote.
La ruta que recorría serpenteaba por las paredes laterales de los cerros Orientales,
cerca de la ciudad. Más allá de las cimas estaba La Calera. Conocíamos sus
curvas y pendientes muy bien, yo y mis amigos. Tuvimos muchas épocas de amar la
bicicleta, tantas como rupturas amorosas. Los grupos siempre variaban, pero la
dinámica era inmutable. Éramos un gran grupo de amigos.
Una mañana, muy temprano, salí decidido a alcanzar la cima, solo, antes de
que fuera la hora de ir a trabajar. Subí entregando toda mi fuerza y aliento y
por el camino comencé a sentirme mareado. Iba a un ritmo demasiado acelerado,
pero me sentía herido y, espoleado por el dolor, pujaba con fuerza, pedaleando
como dando zancadas para salir de un pozo. No quería ahogarme.
Cuando llegué a la cima me recibió una neblina densa y helada, inundada por
la luz resplandeciente del cielo, lo que hacía difícil mantener los ojos
abiertos. Entonces, al fin, me encontré con el enorme aviso que decía
“Bienvenido a la ciudad de Bogotá”. Un camión, parqueado bajo el aviso,
apareció como un fantasma al acercarme.
El conductor, espantado, estaba muy tenso cuando me vio. Me dijo que había
visto a unos ladrones en moto merodeando en los alrededores, armados con
pistolas. Pensé en mi bicicleta, costosa, y en el esfuerzo para conseguirla. Le
agradecí al conductor y corrí a esconderme en los matorrales.
Saqué un cigarrillo, que traía escondido en la cartera, y me puse a fumar.
Me sentía emocionado y vivo, y por eso rompí con mi dieta de tabaco. El humo se
desprendía del papel incinerado dando giros, fundiéndose con la niebla húmeda. Entonces
escuché varios disparos. Un sentimiento de furia suicida me invadió. Imaginé al
hombre del camión en el suelo, pidiendo auxilio con la boca ensangrentada. Dejé
mi bicicleta en los matorrales y tomé un garrote. Corrí con la gruesa madera
alzada en el aire. Pero no escuché gritos.
De nuevo, como un fantasma, apareció el camión. Vi dos cuerpos tendidos en
el suelo. Eran el camionero y uno de los ladrones, que estaba herido de muerte.
Agonizaba en el regazo del conductor mientras éste llamaba a una ambulancia; el
honrado hombre repicaba sin parar, pero no había señal.
Me arrodillé delante de los dos. El camionero, joven, aunque no tan joven
como su víctima, no decía palabra, y de sus ojos caían límpidas lágrimas, y su
mirada tensa y anhelante era un grito desesperado de auxilio. Reconocí su
mirada y me avergoncé de mi propio dolor, que de repente me pareció frívolo y
egoísta. Aquel hombre había asesinado a otra persona y lloraba con amargura,
pues no sólo el ladrón estaría pronto muerto; también él, ahora, se despediría
de la vida, para transformarse en otro ser, uno que cargaría con el peso de
saberse capaz de cegar una vida humana, certeza que lo transformaría para
siempre.
Miré al ladrón. Era casi un niño. Seguramente su mirada había sido fiera y
cruel unos minutos atrás. Ahora estaba pálido como la muerte y nos agradecía
con una mueca inocente nuestra compañía, en su último instante, con sus ojos
brillantes, ovalados, transparentes y aterrados. Todos respirábamos pesadamente;
nos alternábamos para mirarnos, mientras el conductor continuaba repiqueteando
a través del celular.
El ladrón me había extendido una de sus manos cuando lo miré la primera vez. Enlacé mi mano a la suya sin pensarlo, pues olvidé el odio que sentí cuando me lancé con el garrote enarbolado. El hombre moribundo y su agonía me parecieron dignos de misericordia. Ya no podía hacer daño. Había vuelto a ser un niño.
Cuando miré mis dedos apretados por los del ladrón, vi que estaban manchados de sangre.
Nico y gente, estuve leyendo alguno de sus obras, ustedes tienen una vena artística. Reconozco que tiene muchas ideas, ojalá pudiera estar en este nivel. No dejen de escribir y expresamos lo que pasa en el fondo. Felicidades.
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